HOMILÍA DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

Lecturas bíblicas: Ex 22,21-27; Sal 17,2-4.47.51 (R/. Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza); 1Ts 1,5-10; Aleluya: Jn 14,23 «Si alguno me ama, guardará mi palabra»; Mt 22,34-40.
Queridos hermanos y hermanas:
En el evangelio escuchamos Jesús que responde a la pregunta de un fariseo, que pretendía ponerle a prueba sobre el mandamiento principal de la Ley: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Este es el mandamiento principal y primero» (Mt 22,37-38). En verdad, no hay otro mandamiento superior, porque hemos sido creados por el amor de Dios a sus criaturas, a su entera creación. Todo ha venido al ser por el amor de Dios, que «lo creó todo para que subsistiera» (Sb 1,14a). Hemos sido creados por Dios, pero también es Dios nuestro redentor. Caídos en la nada del pecado e instalados en sus miserias, hemos sido redimidos por la misericordia entrañable de Dios para con nosotros. San Pablo contraponiendo la vida que llevaban los Efesios antes de haber llegado a ellos el Evangelio, sumergidos en una vida de pecado se hallaban en una situación de muerte, de la que los libró el Dios redentor por medio de su Hijo Jesucristo.
Les dice el Apóstol: «Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo —por pura gracia estáis salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2,4-6). La obra de Cristo es la de nuestra redención, y porque el mismo Dios que en la historia de la salvación se ha acreditado como creador y redentor del hombre caído se revela en Cristo como el Dios que por puro amor ha creado y rescatado al hombre de su perdición. Sólo a Dios debe el hombre amar sin condiciones entregándose a él con fe y plena confianza en quien ha entregado a su Hijo por amor al hombre, creado a su imagen y semejanza (cf. Jn 3,16s; Gn 1,26-27).
A lo largo de toda la historia de la salvación Dios se revela como creador de la humanidad y del pueblo que él eligió entre todos los pueblos de la tierra, dirigiéndose a este pueblo elegido con palabras inequívocas de amor: el Señor es «tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel» (Is 43,1). A pesar de las infidelidades de su pueblo y del abandono de la alianza que estableció con él, alejándose de los mandamientos, Dios comienza la redención de la humanidad mediante la redención de su pueblo, al que le dirige estas palabras de consuelo y esperanza: «No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío […] Porque yo soy el Señor tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador» (Is 43,1b.3). Por esto, porque Dios se ha acreditado así en la historia de la salvación como creador y redentor de su pueblo, un maestro de la Ley debe saber que el mandamiento primero y principal es el amor que Israel debe tributar a Dios, porque sólo él es el creador y el dueño no sólo de su pueblo, sino de la humanidad, y sólo él es el verdadero señor de la historia. Por eso, el amor a Dios está por encima de todo amor, por eso Israel debe recordarlo permanentemente y grabarlo en su memoria y en su corazón y repetirse cada mañana: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5). Son las palabras del Deuteronomio con las que Jesús respondió a la pregunta del fariseo.
El amor a Dios está por encima de todo amor
¿Cómo puede el hombre amar a Dios? La respuesta para Israel no tiene duda: cumpliendo la alianza que Dios ha pactado con su pueblo. El contenido de esta alianza es el contenido de la revelación en las sucesivas etapas de constitución del pueblo de Israel, después de la elección de los patriarcas en los orígenes del pueblo elegido, Dios llevará a cabo las gestas grandiosas de la liberación de su pueblo de la esclavitud de Egipto, y lo llevará al desierto para prepararle al pacto que Dios quiere hacer con su pueblo en el Sinaí, donde entregó a Moisés las tablas de la ley. Dios les dice: «Ahora, pues, si de veras me obedecéis y guardáis mi alianza, seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos de la tierra, porque mía es toda la tierra» (Ex 19,5; cf. Dt 10,14-15).
La primera lectura es un fragmento del llamado «código de la alianza» del libro del Éxodo (cc. 22-23), donde se hallan plasmadas las leyes contenidas en la alianza que desarrollan el Decálogo o los diez mandamientos (Ex 20,1-17; y Dt 5,6-21). A estos diez mandamientos se refiere la Escritura como «las diez Palabras que (Dios) escribió en dos tablas de piedra» (Dt, 4,13) y que Israel tiene que ratificar y cumplir, poniéndolas en práctica. En esas tablas se concreta la voluntad de Dios, a la que el hombre ha de adherirse sin reservas, porque Dios sólo quiere el bien de su pueblo. La primera tabla contiene los preceptos del amor a Dios y en la segunda los deberes para con el prójimo, deberes inseparables, como responde Jesús al fariseo. Por eso Jesús añade en la respuesta a la pregunta: «El segundo (mandamiento) es semejantes al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas» (Mt 22,39-40).
El carácter humanitario de la revelación bíblica alcanza su cúspide mayor en Cristo donde el amor al pobre, a la viuda y al forastero, a los pequeños y marginados, ya contenido en la Ley y los profetas, se ensancha incluyendo la pobreza espiritual
El carácter humanitario de la revelación bíblica alcanza su cúspide mayor en Cristo donde el amor al pobre, a la viuda y al forastero, a los pequeños y marginados, ya contenido en la Ley y los profetas, se ensancha incluyendo la pobreza espiritual mayor que puede darse que es el desconocimiento de Dios en el que se encuentran los pecadores. Jesús ha venido como médico de los enfermos, para rescatar a los pecadores y devolver la oveja perdida a la grey e integrarla en el rebaño. La salvación, que es por entero don de gracia, don no merecido al que el hombre ha de responder con el compromiso de amor a Dios y al prójimo, sin dejar de reconocer que es pecador. La conversión a Dios es el objetivo de la predicación del Evangelio, como san Pablo pone de manifiesto en el fragmento de la primera carta a los Tesalonicenses de la segunda lectura. La conversión es la puerta que abre a la salvación cambiando la vida del ser humano, dejando los ídolos que nos apartan del Dios vivo y verdadero, nos apartan de su amor. Amar a Dios sobre todas las cosas es volverse a él como fundamento y consumación de nuestra vida, esperando su retorno glorioso, y para recibir de él la resurrección y la vida eterna (cf. 1Ts 1,9-10).
La conversión, sin embargo, no puede reducirse a su vivencia interior, a sólo el sentimiento, exige las obras de salvación que engendra una vida de fe que se plasma en el cumplimiento de los mandamientos
La conversión, sin embargo, no puede reducirse a su vivencia interior, a sólo el sentimiento, exige las obras de salvación que engendra una vida de fe que se plasma en el cumplimiento de los mandamientos. Como María son «dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 11,28). Jesús reivindica en el sermón del Monte el cumplimiento pleno de la Ley: «No penséis que he venido a abolir Ley y a los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17), de modo que el verdadero parentesco de Jesús lo establece un criterio determinante en palabras del mismo Señor. Avisado el Señor de la presencia de su madre y sus hermanos mientras hablaba a la gente, Jesús preguntó: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? […] Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre de los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50). Por eso serán dichosos los que enseñaren a los hombres a cumplir la Ley sosteniendo la actuación con una intencionalidad recta y desechando toda actuación hipócrita. Jesús lleva el cumplimiento de la Ley a la intencionalidad que orienta nuestro comportamiento, corrigiendo de este modo un cumplimiento meramente exterior de los mandamientos, del mismo modo el pecado no queda en la pura condición exterior de las malas acciones del pecador, sino en la intención que las sostiene (cf. Mt 5,20ss).
Amar a Dios por encima de todo amor no hace antagónico el amor de Dios a las criaturas y, en definitiva, al prójimo como a uno mismo, muy al contrario, le da su verdadero fundamento. No podemos amar a Dios, si Dios no viene en auxilio nuestro con el flujo de gracia en el que respiramos y vivimos, por eso la Eucaristía, que ahora una vez más vamos a celebrar, es el mayor medio de gracia para respirar el amor de Dios y viviendo de él entregarnos con amor renovado a nuestros hermanos.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
Domingo, 24 de octubre de 2020
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería