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HOMILÍA DEL XVII DOMINGO DEL T. O.

Lecturas bíblicas: 1 Re 3,5.7-12

Sal 118,57.72.76-77,127-130 (R/. ¡Cuánto amo tu voluntad, Señor!); Rm 8,28-30; Aleluya: Mt 11,25; Mt 13,44-46

Queridos hermanos y hermanas:

Los últimos domingos hemos escuchado de labios de Jesús las parábolas de la siembra en el campo del mundo, la tierra buena que estamos llamaos a ser los seres humanos, que han de salvarse conforme acogen la palabra de Dios, que es la semilla que esparce el sembrador. No se exigirá lo mismo a todos para alcanzar la salvación, porque la tierra es diferenciada en de calidades diversas y constitución. El mundo es el campo en el que, por otra parte, no se encuentran sólo los buenos, sino hombres buenos y malos mezclados. Es lo que explicaba Jesús en la parábola del pasado domingo sobre el crecimiento juntos del trigo y la cizaña, que sólo el juicio de Dios discernirá y separará al final de los tiempos. En el evangelio de hoy Jesús abunda en la misma enseñanza al poner a consideración de sus oyentes la parábola de «la red que [los pescadores] echan al mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos se tiran» (Mt 13,47-48).

Las parábolas que hoy ilustran el misterio del reino de Dios son la parábola del que encuentra un tesoro en un campo y la parábola de la perla preciosa. Ambas prolongan el mensaje sobre el reino de los cielos, simbolizado en el tesoro; y también en la perla que un comerciante en perlas finas encuentra y vende cuanto tiene para comprarla. Las dos parábolas las ofrece Jesús a la multitud para iluminar el núcleo del mensaje evangélico: el valor absoluto del reino de Dios que llega a quienes acogen su palabra y hacen de ella la razón de su propia existencia. La opción sin retorno, sin vuelta atrás por el reino de Dios lleva al hombre su realización definitiva, al acabamiento de su humanidad en Cristo, mediante su configuración con él para participar con él en la vida divina.

La omnipotencia de Dios, en verdad, le coloca sobre todo poder, porque nada puede el hombre frente a Dios, por eso Dios se compadece de todos y cierra los ojos ante los pecados de los hombres para que se arrepientan. Lo escuchábamos el pasado domingo en el libro de la Sabiduría (Sb11,22-23), y de ello se sigue la comprensión con mayor facilidad del simbolismo de la siega a su tiempo del trigo y la cizaña: sólo Dios en su juicio definitivo separa a los malos de los buenos.

También hoy un texto del Antiguo Testamento nos ayuda a mejor comprender el evangelio. En la primera lectura, tomada del primer libro de los Reyes hemos escuchado cómo el joven rey Salomón, al subir al trono para suceder a David su padre, pide el don divino de la sabiduría. Necesita la luz que viene de Dios para suceder a su padre el rey David, el gran monarca que consolidó el reino de Judá e Israel y es padre de la dinastía. Salomón pidió la sabiduría como lo único importante para gobernar, no pidió larga vida ni duración en el poder, ni riquezas; y ni siquiera el sometimiento de sus enemigos. Pidió la sabiduría para ejercer el gobierno según la voluntad de Dios, y por eso Dios otorgó a Salomón la sabiduría que pedía para gobernar, y con ella le entregó todo lo demás sin condiciones: «Por haber pedido esto (…) te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti» (1 Re 3,12).

Para mejor entender el contexto de la oración de Salomón, hay que tener presente que el rey Salomón cuando acude a Gabaón para ofrecer holocaustos al Señor, había sido ya aceptado como sucesor de su padre David, pero acude al templo de Gabaón a orar, porque necesitaba la bendición de Dios. Hospedado en el recinto del templo, el Salomón recibió en sueños la palabra de Dios que le dice: «Pídeme lo que haya de darte» (1 Re 3,5). Salomón se sintió pequeño ante Dios que le había dado el trono de su padre y ante él reconoce en oración que nada podría llevar adelante como rey sin la bendición de Dios; por eso dice con humildad: «soy un muchacho y no sé desenvolverme… Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien…» (1 Re 13,7). Es posible que Salomón hubiera ya actuado por sí mismo con la ayuda de su madre, para asegurarse el trono de su padre, pero es Dios quien ha de legitimar su actuación[1]. Por esto Salomón pide al Señor algo que los mandatarios de este mundo no piden, empeñándose en emplear todas sus fuerzas en mantenerse en el poder y, a veces, a sabiendas no eligen lo que favorece el bien común, sino lo que las circunstancias que le favorecen exigen para permanecer en el poder y ejercerlo. Jesús advierte a sus apóstoles que sólo al Padre corresponde dar parte en la autoridad y el poder que reclaman, después que la madre de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, haya pedido para ellos estar a la derecha y a la izquierda de Jesús en su Reino: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que llegar a ser grande, entre vosotros, sea vuestro servidor…» (Mt 20,25-26); porque el modelo supremo en ejercer autoridad es Jesús, el Hijo del hombre que «no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28).

No es posible ejercer el gobierno de las naciones si los que lo ejercen descartan los mandamientos de Dios y no suplican con humildad sabiduría. Aquí está lo que importa destacar de las parábolas: el tesoro es el reino de Dios que llega en Jesús y en su propia persona, el reino de Dios asimismo la perla divina, por la que merece la pena vender todo lo que un comerciante tiene para adquirirla, igual que quien halla el tesoro en un campo de la parábola compra el campo para poder hacerse con el tesoro.

Lo había dicho Jesús en sermón de la Montaña, antes de enviar a sus discípulos a evangelizar. El núcleo del sermón de la montaña advierte a los discípulos y seguidores de Jesús de que no hay que atesorar en esta vida, sino en el cielo, «donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben», concluyendo con sentencia lapidaria: «Porque donde está tu tesoro allí está vuestro corazón» (Mt 6,20-21). La exégesis del evangelio de hoy queda así resumida: en el núcleo del sermón de la montaña Jesús pone como condición para alcanzar la salvación la exigencia de renunciar a los tesoros terrenos; y en el discurso apostólico recuerda a los que envío a anunciar el reino de Dios que no hay otro camino que el del desprendimiento de las riquezas y el poder, para llegar a poseer este reino divino[2].

Conviene recordar el diálogo de Jesús con el joven rico, que desde su infancia había cumplido la ley, y quería completar el camino de los mandamientos para cumplir a la perfección la ley de Dios; y por eso pregunta a Jesús qué le falta todavía por hacer. Jesús, que lo miró con afecto, le dijo: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme» (Mc 10,21). Dice el evangelio que estas palabras de Jesús le dejaron abatido y «se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc10,22).

Este pasaje del evangelio ayuda a comprender que Jesús enviara a sus discípulos sin provisiones, sin batón ni sandalias de repuesto y sin doble vestuario, porque la única garantía de seguro es la providencia divina, siempre que se entreguen a lo único importante es «buscar el reino de Dios y todas esas cosas se os darán por añadidura (cf. Mt 6,33).

De todo esto se sigue una importante reflexión para nosotros, llamados a ser testigos del reino de Dios, acontecido y llegado a nosotros en Jesús muerto y resucitado por nuestra salvación. No podemos pretender evangelizar y silenciar el núcleo del mensaje del Evangelio: la redención del hombre interior que cambia la condición de pecador en justo, pues como dice san Pablo ―lo hemos escuchado en la segunda lectura― Dios nos ha escogido y predestinado «a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos hermanos» (Rm 8,29). Lo importante es el tesoro en el cielo, que Dios nos permite gustar ya en la tierra en la medida en que hacemos cuanto está en nuestras manos para que el amor sea el principio que rija y gobierne la sociedad humana, transformándola en sociedad evangelizada. Dios quiere evangelizar nuestras sociedades secularizadas, porque la predicación del evangelio no es un asunto privado, pero sin el cambio del estatuto interior, nadie será evangelizado ni alcanzará la glorificación, porque nuestra glorificación pasa por la renuncia al pecado y la conversión a Cristo, para que la justificación dé frutos de vida eterna. No habrá cambio interior sin la conversión a Cristo, y si no dejamos obrar al Espíritu Santo nuestra configuración con Cristo tampoco no seremos glorificados con Cristo.

El hombre de hoy busca sólo en los bienes terrenos apagar los deseos que alientan en su corazón, pero las cosas terrenas necesitan ser conformadas según los mandamientos de Dios, y sólo así estarán al servicio del hombre y puedrán ayudarle a alcanzar el tesoro que tenemos en el cielo.

S. A. I. catedral de la Encarnación

Almería, 26 de julio de 2020

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

[1] Cf. P. Zamora García, Historia. El libro de Reyes I. La fuerza de la narración (Estella, Navarra 2011) 107-109.

[2] Cf. U. Luz, Evangelio según san Mateo, vol. II. Mt 8-17 (Salamanca 2001) 468-469.

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