HOMILÍA DEL V DOMINGO DE CUARESMA
Lecturas bíblicas: Ez 37,12-14; Sal 129,1-4.7-8 (R/. Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa); Rm 8,8-11; Versículo: Jn 11,25-26 ; Jn 11,1-45
Queridos hermanos y hermanas:
Estamos celebrando la santa Misa que retransmitimos por internet en este V Domingo de Cuaresma, el tradicional «Domingo de Lázaro». Celebramos, además, en una circunstancia nada común: cuando comenzamos la tercera semana de confinamiento en nuestras casas, a fin de evitar el contagio y vencer la pandemia que asola tantas vidas humanas cada día. Cada día constatamos el número de contagiados y de fallecidos desde que comenzó esta agresión del virus a la comunidad humana, que alcanza ya un gran número de países, con el epicentro en estos momentos en los dos países más afectados de la Unión Europea: Italia y España, países hermanos que padecen de manera singular las consecuencias de la extensión de este virus que arrastra a la muerte tantas personas, sobre todo las más vulnerables como los enfermos crónicos y los ancianos, cuya vida se ve así acortada tras padecer los efectos de una enfermedad dolorosa.
Abatidos por el peso de nuestras culpas, porque somos mortales y pecadores y en nosotros se manifiestan en este mundo los signos de nuestra finitud y el poder de la muerte, que es consecuencia del pecado. Dice la Escritura que «Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. Él lo creó todo para que subsistiera (…), pero los impíos invocan a la muerte con gestos y con palabras…» (Sb 1,13s.16). La muerte es resultado de nuestra impiedad y pecado. Dios nos creó para la vida y aspiramos a la vida sin fin eternamente feliz, a la cual Dios nos ha destinado. Estábamos perdidos por el pecado, pero en Cristo nos ha devuelto la vida dándonos a su Hijo. Es Jesucristo, Hijo de Dios y hombre como nosotros el que ha vencido el pecado y ha obtenido para los pecadores el perdón y la vida, muriendo por nosotros en la cruz.
Por eso, nos sentimos profundamente en comunión con cuantos padecen los sufrimientos de esta dura enfermedad, y nos unimos al dolor de cuantos han perdido a sus seres queridos y han experimentado el desgarro de la separación. A todos Jesús resucitado nos transmite la esperanza en su promesa de vida sin fin, porque él pasó por el mundo haciendo el bien y curando las enfermedades, «porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Las curaciones que realizó Jesús son el anticipo del triunfo definitivo de la vida, que llegó con su resurrección. Resucitando a Jesús, Dios Padre ha comenzado la humanidad nueva, redimida por la sangre de Jesús del pecado y dándole la victoria para siempre sobre la muerte eterna.
Hemos visto en la sucesión de los domingos de esta Cuaresma, como después de la victoria de Jesús sobre las tentaciones del demonio, se manifestó a sus discípulos íntimos, Pedro, Santiago y su hermano Juan, en el monte Tabor para revelarles en su transfiguración su condición divina. Así, aunque tenía que recorrer el camino de subida a Jerusalén para ser allí crucificado y resucitar al tercer día. En su gloriosa resurrección brilló la redención de la humanidad pecadora como nueva creación.
En la transfiguración en el monte Tabor, Jesús es contemplado anticipadamente en su gloria que llegará a revelarse en plenitud en su resurrección de entre los muertos. El evangelio del tercer domingo de Cuaresma la imagen del agua aplicada a Jesús desvela cómo aquél que es la luz es también el portador del agua viva: la corriente que hace saltar un surtidor de vida eterna en las entrañas del que cree. Jesús dice a la samaritana junto al pozo de Jacob que sólo él, Jesús que está hablando con ella, posée un agua que sacia definitivamente la sed. Una imagen más que expresa con fuerza el misterio de Jesús que como Hijo de Dios se revela igual a Dios
En el cuarto domingo de Cuaresma, el evangelio del ciego de nacimiento desvelará el misterio de Jesús como aquel que ilumina la oscuridad en la que el hombre viene a este mundo. El evangelio de san Juan nos dice que Jesús, poco antes de la curación del ciego de nacimiento, había dicho de sí mismo aquellas palabras que desafiaban la fe de los judíos: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Ahora Jesús le dice al ciego, al quien ha curado su ceguera de nacimiento, que él es el Hijo del hombre que había de venir y le pregunta si cree en él, manifestando así que la curación es inseparable de la fe. Jesús le habla de sí mismo y pide la fe del ciego, revelándole que él es el Hijo del hombre que viene de Dios, creador de la luz y de la vida, «el único que posee la inmortalidad, que habita una luz inaccesible» (1 Tim 6,16).
Al decir Jesús que él es la luz del mundo declara su divinidad, porque «Dios es Luz y en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). Comprendemos entonces las palabras que Jesús dirige a Marta en el evangelio de este domingo: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?» (Jn 11,40). La gloria de Dios se revelará en la resurrección de Cristo, donde Dios ha querido que brille la nueva humanidad, porque en Jesucristo resucitado la humanidad ha superado la muerte alcanzando la plenitud de la vida.
Cuando Jesús manda retirar la piedra de la cavidad del sepulcro para ordenar a Lázaro abandonar la oscuridad de la muerte y volver a la luz de la vida, Marta deja ver que no ha comprendido mucho. La hermana inquieta y activa de Lázaro quiere disuadir a Jesús para que no habrá el sepulcro, porque el cadáver de su hermano ya lleva cuatro días y, como piensan los judíos, al cuarto día comienza la descomposición y corrupción del cadáver[1]. Marta no ha comprendido el alcance de las palabras de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11,25-26). No le ha entendido del todo, a pesar de haber confesado su fe en la resurrección de los muertos al final de los tiempos; a pesar de haber declarado también su fe en Jesús como el Mesías que había de venir y traer el tiempo de la resurrección de los muertos con él.
La profecía de los huesos secos, del profeta Ezequiel, adelanta en figura la fe en la resurrección como fe en el poder creador de Dios, capaz de volver a recrear al pueblo de su elección. En el horizonte de una esperanza escatológica, finalizada al retorno del pueblo infiel a Dios, Ezequiel profetiza la restauración de Israel, que ha echado sobre sí la muerte con el pecado de su defección y abandono del Dios que lo eligió. Israel ha caído en la infidelidad a la alianza con Dios y el abandono de los mandamientos de Dios y la idolatría han conducido a Israel a la cautividad. El profeta llama al arrepentimiento y a una honda purificación, verdadera re-creación que sólo Dios puede realizar y que Dios le muestra en la figura de los huesos secos: en la salida de los sepulcros de los muertos que volverán a Israel y comenzarán la restauración de la nación y la reconstrucción del templo. El profeta pasa así de la restauración de la nación elegida a la obra del Mesías en los últimos tiempos. Dios derramará su Espíritu sobre el Mesías para que lleve a cabo la restauración de la justicia y la obra de la salvación: el retorno a la Alianza y al cumplimiento de los mandamientos, que sólo será posible mediante la obra purificadora del Espíritu que recrea y anima a los seres[2].
Esta profecía encuentra cumplimiento en Jesús, que resucitará a los muertos y «cumplirá toda justicia» (Mt 3,15): el plan de salvación del Padre. Los bautizados en Cristo somos hechos partícipes del Espíritu derramado sobre él por el Padre, por eso, como aclara san Pablo que, si dejamos al Espíritu Santo obrar en nosotros la purificación de los pecados y la recreación de nuestra humanidad, también nosotros resucitaremos. El Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos obrará en nosotros la resurrección, como hemos escuchado: «vivificará también vuestros cuerpos mortales» (Rm 8,11).
Tenemos fundada esperanza en el poder de Dios, que nos ama y ha enviado a Jesús para que no se pierda ninguno de los que el Padre le ha dado. Jesús ha dado su vida por nosotros y ha hecho suyos todos los sufrimientos y dolores de la humanidad, para darnos por su muerte redentora nueva vida. El sacrificio de Jesús se hace ahora presente en el altar y para que nos lleguen los frutos de la redención. Pidamos a María, la Madre del Redentor, que nos acompañe en esta hora de sufrimiento y nos ayude a saber ofrecerlo a Dios por nuestra purificación y la de los demás. Rezamos mientras nos esforzamos por aliviar esta situación y ayudar a los que sufren a superarla.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
Almería, a 29 de marzo de 2020
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
[1] Cf. X. Léon-Dufour, Lectura del evangelio de Juan, vol. II. Jn 5-12 (Salamanca 1992) 338.
[2] Biblia de Jerusalén. Nota a Ez 36,27.