HOMILÍA DEL OBISPO EN LA SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ Y ORDENACIÓN DE DIÁCONOS
Lecturas: 2 Sam 7,4-5.14-16; Sal 88,4-5.27.29; Rom 4,13.16-18.22; Mt 1,16.18-21.24a
Querido y venerable Sr. Obispo emérito; Queridos hermanos sacerdotes y diáconos; Hermanos y hermanas:
Damos gracias a Dios, porque en esta solemnidad de San José Patrón de la Iglesia, a quien la Iglesia confía el cuidado de las vocaciones sacerdotales, nos permite vivir el gozo de nuevas ordenaciones. Hoy nos concede el Señor ordenar cuatro diáconos que podrán acceder al sagrado ministerio del Presbiterado en poco tiempo.
Son diáconos que se vienen a sumar durante algún tiempo al ejercicio de este ministerio que ejercen de modo ordinario los diáconos permanentes de la diócesis. En estos momentos la Iglesia diocesana cuenta con algunos aspirantes al diaconado permanente, que esperan ser admitidos como candidatos a este ministerio y que, con la ayuda divina podrán ser admitidos al finalizar el presente curso pastoral, para que a comienzos del próximo curso puedan ser considerados candidatos de la Iglesia diocesana al Diaconado permanente.
El caso de los diáconos que hoy ordenamos, su meta es el presbiterado y son el fruto granado de la llamada de Dios al sacerdocio en estos momentos en que la profunda transformación de la sociedad y de la cultura demanda de la Iglesia ministros del Evangelio identificados con su vocación, verdaderamente maduros en humanidad y dignos de todo crédito como personas consagradas por el sacramento del Orden. Quiera el Señor seguir bendiciendo a nuestra Iglesia con vocaciones al ministerio sacerdotal que nos permitan llevar a cabo el cambio generacional que pide la hora presente de la fe de los jóvenes seminaristas, que se preparan a sustituir a los presbíteros ancianos, como viene sucediendo en estas dos últimas décadas.
La fe es la matriz de las vocaciones, sin fe no es posible el ministerio sacerdotal, de suerte que sólo la fe de las comunidades cristianas puede hacer el milagro de proporcionar candidatos al ministerio sacerdotal y al diaconado permanente. Este año las cifras arrojan un aumento de vocaciones moderado pero firme. Es el resultado de la pastoral vocacional, pero sobre todo de la oración y súplica constante a Dios para que el Espíritu Santo suscite vocaciones entre los jóvenes en las comunidades parroquiales y en los ambientes apostólicos, donde se educan en la fe y desarrollan sus primeros compromisos de testimonio y militancia cristiana.
La santísima Virgen María y san José constituyen el gran modelo de creyente que Dios ha querido ofrecernos. María es la figura del creyente y de la Iglesia que cree y se pone confiadamente en las manos de Dios, cuyo designio sobrepasa su capacidad de prever su propio futuro. Con razón pudo proclamarla dichosa su prima Isabel: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). Del mismo modo, José, el esposo de María, a quien Dios eligió para que hiciera las veces de padre de Jesús ante la ley mosaica, nos es presentado por el evangelio de la infancia de Jesús como el creyente que realiza, en la obediencia a la palabra de Dios, el designio divino sobre él; aunque la oscuridad de la fe sobrepase su capacidad de escrutar el futuro que irrumpe por sorpresa en su vida. José obedece al ángel que le dice: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a maría, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1,20).
La fe de José, igual que al de María, se convierte en paradigma de la fe del cristiano, heredero de Abrahán, padre de los creyentes. José y María realizan en su propia fe de forma plena la fe de Abrahán. María en aquella excelencia que le otorga la condición de criatura sin pecado, dócil sin quiebra alguna al designio de Dios, destinada a ser la madre del Hijo de Dios. José en aquella condición subordinada a su misión de padre ante la ley de Jesús, en la fidelidad a Dios que se hace patente en la obediencia de su fe, que encarnó en su vida de justicia ante Dios como varón justo al que amó el Señor. En José reconocemos al padre creyente del heredero mesiánico de las promesas hechas a Abrahán, pues “la promesa está asegurada para toda la descendencia, no solamente para la descendencia legal (de Abrahán), sino también para la que nace de la fe de Abrahán, que es padre de todos nosotros” (Rom 4,16). Por la fe con que acreditó su fidelidad, Dios hizo a Abrahán nuestro padre conforme a las palabras de la Escritura: “Te hago padre de muchos pueblos” (Gn 17,5; cf. Rom 4,17), pero esta paternidad llegó a la multitud de los redimidos por la maternidad de santa María Virgen y la paternidad espiritual y legal de san José, a quien Dios confío la custodia de Jesús y la protección amorosa de María. Por la fe san José se inscribe en la historia de nuestra salvación como padre legal del Mesías, verdadero hijo de David, tal como el profeta Natán le prometiera al mismo David: “estableceré después de ti a un descendiente tuyo, un hijo de tus entrañas, y consolidaré tu reino” (2 Sam7,12).
San José se inserta así en la cadena de fe que transmite la promesa a cuantos creen en Cristo. Tal es la justicia de José, a quien el evangelio llama «justo», es decir, bueno ante los ojos de Dios y, a pesar del dolor que llevaba consigo perder a su esposa, a la que había decidido abandonar, esperaba salir del designio de María y cumplir con ello la voluntad de Dios. Sin embargo, la fe de José tenía un destino mayor: Dios le llamaba a acoger a su esposa y recibirla en su casa, para convertirlo ante la ley de Moisés en padre del Mesías.
Hoy volvemos hacia él nuestra mirada y contemplamos con admiración y devota veneración a san José, entrañablemente amado por todos los fieles cristianos de oriente y occidente, que se encomiendan a su intercesión, Nos volvemos hacia él confiando en aquellas palabras tan instructivas de san Bernardino, que salen al paso de cuanto ofende y entorpece en nuestra sociedad el noble y esencial ejercicio de la paternidad conforme al designio de Dios: “No cabe duda de que Cristo no sólo no se ha desdicho de la familiaridad y respeto que tuvo con José durante su vida mortal como si fuera su padre, sino que la habrá completado y perfeccionado en el cielo” (SAN BERNARDINO DE SIENA, Sermón 2 sobre san José, en Opera Omnia 7, 27-30).
Por la fe Dios ha hecho de san José custodio de Jesús e intercesor ante aquel que le fue confiado como hijo. La Iglesia lo venera como Patrono y promotor constante de las vocaciones sacerdotales. Cuando nos disponemos a imponer las manos a los nuevos diáconos, confiamos a la intercesión de san José el ministerio de estos jóvenes que, por la fe, desafían la mentalidad materialista de nuestro tiempo y la cultura agnóstica, que adormece a los jóvenes, entregados a la búsqueda del placer inmediato como criterio y aspiración, sin demasiados horizontes de futuro, sin perspectivas profesionales garantizadas ni tampoco ideal de vida matrimonial fiel e irreversible.
Sabemos que estos jóvenes diáconos que ahora van a hacer la promesa de guardar durante toda su vida el celibato, que la Iglesia latina urge de los candidatos al presbiterado, asumen un compromiso que sufre hoy un descrédito que es preciso no ignorar, pero que no podemos compartir. Pues el celibato por el reino de los cielos es posible, porque así lo presentó Cristo en vida mortal conforme a su misión; y profundamente enriquecedor de la vida entregada a Dios y a los hombres de cuantos se consagran a Cristo, y quieren imitarle hasta hacerle presente en su propia existencia personal como vida-para-Dios y vida-para-los hombres. Gracias a esta consagración que supone la entrega a Cristo del corazón no dividido, los ministros pueden ejercer por la gracia divina que sustenta su fe el ejercicio de una paternidad que es don de Dios a la Iglesia.
Confiamos a la intercesión de la Virgen María y de san José, su castísimo esposo, velar por el cumplimiento fiel de su ministerio en favor de todo el pueblo de Dios.
- A. I. Catedral de la Encarnación
19 de marzo de 2010 confiadamente
Solemnidad de San José
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería