Homilías Obispo - Obispo Emérito

HOMILÍA DEL OBISPO EN LA MISA EN LA CENA DEL SEÑOR

Lecturas: Ex 12,1-8.11-14;Sal 115,12-13.15-18;1 Cor 11,23-26;Jn 13,1-15

Queridos hermanos sacerdotes; Queridas religiosas, seminaristas y fieles laicos; Hermanos y hermanas:

El Señor instituyó en la noche de la última Cena el sacramento de la Eucaristía como testamento de su amor por nosotros. El evangelio de san Juan concentra la acción de Jesús en la cena en el gesto del lavatorio de los pies, poniendo con ello de relieve el significado de la institución eucarística: Jesús se entrega por los suyos y esta entrega quiere Jesús verla prolongada en el amor recíproco de sus discípulos. Por eso, se levanta de la mesa, se quita el manto y ciñéndose una toalla, se pone a lavar los pies de los discípulos. Después les dice: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? (…) Pues si yo el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”(Jn 13,12b.14 -15).

El amor al prójimo es la gran prueba del amor a Dios, enseñanza insistente de san Juan, que encontramos desarrollado en la primera carta del evangelista: “el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1 Jn 4,7); y del mismo modo:“Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4,8). San Juan funda el precepto del amor en la revelación del misterio de amor de Dios en la entrega de Jesús al mundo por nosotros, “para que vivamos por medio de él” (4,9); por eso, el amor  consiste “no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados” (4,10). El apóstol evangelista nos da así la clave de la muerte de Cristo, pues murió para expiación de nuestros pecados. Dios, comenta el evangelista, envió a su Hijo al mundo“para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16); y si de este modo ha amado Dios al mundo en Cristo, comprendemos el alcance real de las palabras de Jesús:“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

También san Pablo nos dice que el amor se manifestó en que “Cristo murió por los impíos” y “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros”(Rom 5,6.8).  El amor de Dios al mundo se nos ha revelado en la muerte de Jesús por nosotros, un amor que tiene un carácter irrevocable y  causa el perdón de los pecados. El amor de Dios es, por esto mismo, el fundamento del amor al prójimo. No es posible ser cristiano sin amar al prójimo, porque el amor al prójimo es inseparable del amor a Dios y prueba de que amos a Dios: “Quien no ama permanece en la muerte (…) No amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y según verdad” (Jn 3,14.18). Palabras del evangelista que nos descubren que la sinceridad del amor es la medida de nuestra propia salvación, porque el desamor es como el asesinato y quien permanece en la muerte, que es el desamor, es un homicida; pero “ningún homicida posee vida eterna en sí mismo”(3,15).

Este amor, pues, ha de ser un amor real, que supone salir al encuentro del hermano, aliviar sus necesidades, reconocer en definitiva su dignidad; y cobra mayor relevancia cuando la situación de necesidad es atentatoria contra la misma dignidad de la persona, porque se ve privada de sus derechos o se le niega el sustento y el trabajo, se le coacciona obligándole a la huida y al desarraigo, se le margina encerrándolo en la exclusión condenándolo a la miseria o dándole muerte social.

El mandamiento del amor al prójimo, que tiene su origen en la imperativo divino del decálogo, nos desvela en la revelación de Cristo su íntima verdad divina en la Eucaristía como sacramento del amor y de la comunión de la Iglesia. La Eucaristía nos ofrece el pan del cielo que viene de la Trinidad, para comunicarnos la vida divina que es vida en el amor. Cristo instituyó la Eucaristía en la noche del lavatorio de los pies, para que comprendiéramos que la entrega de su cuerpo y de su sangre como alimento bajado del cielo es inseparable del alimento que da vida a nuestro prójimo. La mesa de la Eucaristía es la mesa del alimento de la vida eterna que se prolonga en el pan compartido que alimenta la vida de los hermanos. No podemos separar la caridad de Dios de la empresa humana de buscar y establecer en la sociedad la justicia. No debemos separar la caridad de la justicia, porque la justicia ha de alimentarse del amor que nos ha dado a conocer la dignidad del ser humano, al que se debe la justicia que se corresponde con esa dignidad. Quien no ha conocido a Dios, no conoce la verdadera dignidad del ser humano, y no conoce tampoco la verdadera justicia.

Comprendemos, por tanto, el alcance de este sacramento admirable del amor de Dios que es la Eucaristía que contiene la entrega de Cristo en sacrificio pascual por nosotros. La Eucaristía contiene la alianza nueva en al sangre de Jesús, vertida por nosotros para limpiarnos del pecado. Es la sangre purificadora, como dice el autor de la Carta a los Hebreos, que nos ha abierto la entrada al santuario de Dios (Hb 10,19). En esta sangre vertida de una vez para siempre, Cristo ha instituido la alianza nueva y eterna, que él mismo declara ha sido “sellada con mi sangre” (1 Cor 11,25). Una sangre que sustituye los sacrificios de la alianza antigua y convierte a Jesús en el único Mediador definitivo entre Dios y los hombres, en sumo y eterno Sacerdote que intercede permanentemente por nosotros. En él tenemos, en verdad, “un sacerdote excelso al frente de la casa de Dios” (Hb 10,21).

La presencia del sacrificio de Cristo en la Eucaristía le otorga el valor de salvación de aquella definitiva entrega de Cristo en el Calvario, que se hace presente en el altar. El pan y el vino convertidos en el Cuerpo y en la Sangre del Señor son el alimento del sacrificio eucarístico en el que se hace presente la oblación de Cristo acontecida de una vez para siempre. ¿Cómo vivir la fe cristiana sin tomar parte en este sacrificio eucarístico, en el cual acepta Dios Padre nuestra propia oblación como participes del sacerdocio de Cristo? La Iglesia es el nuevo pueblo sacerdotal, que ofrece a Dios por el ministerio de los sacerdotes el sacrificio de la nueva Alianza, al cual nada, ningún otro acto de la liturgia ni de la piedad cristiana se le puede comparar. Y ¿cómo no adorar tan admirable sacramento, que recapitula la historia toda de nuestra salvación, en el que Cristo se hace presente con su sacrificio y encierra la prenda de nuestra gloria futura? ¿Acaso no prometió la resurrección y la vida eterna a cuantos comen su Cuerpo y beben su sangre sacramentalmente presentes en el altar? Gracias a la Eucaristía nos es posible vivir de la vida divina ya en nuestra condición de peregrinos en este mundo.

Jesús quiso además instituir la Eucaristía juntamente con el sacerdocio, de la cual es inseparable. Como decía en la Misa crismal, “la sociedad laicista de nuestros días tiene dificultad en comprender el ministerio de los sacerdotes y está pronta a censurar los pecados de la Iglesia en la censura de los errores y pecados de los sacerdotes”. Sin embargo, el ministerio de los sacerdotes es institución de Cristo, conforme al designio de salvación de Dios. La grandeza de este ministerio incluye la debilidad de aquellos a quienes el Señor se lo ha entregado, para mejor dejar patente a ojos de todos que es Dios el artífice de nuestra salvación.

Cristo quiso asociar a unos cuantos hombres a su propio ministerio sacerdotal y por eso, “llamó a los que él quiso; y vinieron junto a él” (Mc 3,13). El ejercicio del ministerio sacerdotal es un don de Cristo a su Iglesia, y no constituye un derecho de nadie, porque es pura gracia de Dios. Un don que la Iglesia tiene que agradecer, porque está instituido por Cristo para servicio de los que él llama a la fe mediante la predicación de sus ministros, y para la santificación bautizados en orden a la salvación de unos y otros. Como enseña el Vaticano II, el sacerdocio de los ministros está al servicio del sacerdocio común de los fieles, porque los sacerdotes participan de la consagración sacerdotal de Cristo para que todo el pueblo de Dios venga a ser un pueblo sacerdotal, por medio de la predicación de la palabra de los ministros y de la oblación de la Eucaristía. El ministerio de los sacerdotes es inseparable de la Eucaristía, en la cual la ofrenda de los fieles se une a la de Cristo, ofreciéndose a sí mismos junto con Cristo, por medio del ministerio de los sacerdotes, que hace presente a Cristo con su sacrificio en la santa Misa.

Los sacerdotes guían y orientan la fe de los fieles como verdaderos maestros del pueblo de Dios, y en ellos Cristo ha querido darnos la ayuda que nos es necesaria para vivir de su vida y llegar a la salvación. ¿Cómo no promover el ministerio sacerdotal? ¿Cómo no orar por nuestros sacerdotes y asociarnos a Cristo para pedirle que los guarde del mal? En este año sacerdotal, que Benedicto XVI ha ofrecido a la Iglesia, se hace particularmente obligada la oración por las vocaciones sacerdotales y por la santificación de los sacerdotes. No dejemos de hacerlo. Pidamos que Dios suscite la vocación al ministerio sacerdotal en los adolescentes y en los jóvenes, para que nunca nos falte la palabra y el pan de de la vida divina.

Catedral de Almería, a 1 de abril de 2010

Jueves Santo

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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