Homilías Obispo - Obispo Emérito

HOMILÍA DEL OBISPO DIOCESANO EN LA FIESTA DE SAN BENITO

Lecturas bíblicas:

Prov 2,1-9

Sal 1,1-2.3.4 y 6

Ef 4,1-6

Mt 5,1-12a

Reverendísimo P. Abad;

Querida comunidad de monjes de San Benito;

Hermanos y hermanas:

La fiesta de san Benito de Nursia, padre del monacato occidental y patrón de Europa llena de alegría a la Iglesia, al contemplar en su persona y obra la vocación consumada a la santidad que se manifiesta en una vida de consagración plena al seguimiento de Cristo. Una vida que antepone la búsqueda de la sabiduría de lo alto a la búsqueda de la riqueza y del bienestar material, en renuncia definitiva a los bienes y goces legítimos de la vida secular, en generosa entrega al ejercicio de los consejos evangélicos. En la vida consagrada se trata de una práctica del discipulado de Cristo que torna radical la respuesta a la invitación a seguirle que hace el Señor  a cuantos llama.

El libro de los Proverbios que hemos escuchado asegura que la búsqueda de la  sabiduría, cuando es sincera y es suplicada junto con la prudencia, da como resultado el temor de Dios, que es la garantía de hallarse en presencia de Dios y seguir sus caminos cumpliendo  los decretos de su voluntad, es decir, los mandamientos que gobiernan la vida del justo a los ojos de Dios: de aquel que ha encontrado la ciencia, es decir, el saber de Dios como el mayor de los equipamientos que el hombre necesita para alcanzar el fin para el que fue creado por Dios. Siendo Dios, en verdad, el que da la sabiduría a quien se la suplica, Dios abre el entendimiento de quien la busca y suplica, para que comprenda, es decir, para que pueda penetrar el misterio de Dios, en el cual se halla la razón de ser del misterio del hombre y del mundo.

No sólo la súplica de la sabiduría ayuda a penetrar el misterio de Dios que trasciende la vida y la inteligencia del hombre, sino que, en la misma medida en que por su medio entra el justo en el conocimiento de las cosas divinas, se pliega más y más a la voluntad de Dios y practica las sendas que conducen a la vida dichosa y bienaventurada.

Contra el parecer de muchos, los mandamientos no coartan la libertad del hombre; muy por el contrario, garantizan que el hombre ande por caminos de prudencia y rectitud, como anduvieron los patriarcas en la presencia de Dios: como anduvo Moisés y cuantos agradaron a Dios, conforme dice el autor de la carta a los Hebreos, a fin de que nosotros podamos imitarlos con la práctica de la fe como forma de vida que ilumina toda la existencia del hombre. Así dice el texto sagrado: “Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone” (Hb 12,1).

         La vida de consagración y la senda de la vida en religión es una vida de fe, realizada “fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe” (Hb 12,2), mediante la cual sólo Dios se torna absoluto al que entregar la vida y bien supremo al que aspirar, bien que como dice san Agustín se aspira a gozar como forma definitiva de vida que trasciende los bienes pasajeros de este mundo. Se trata del Bien Sumo en el cual se recobran todos los bienes por el camino de las bienaventuranzas, porque compensa su pérdida con el gozo inefable de quien alcanza a participar de la vida divina por medio de la acción del Espíritu Santo que inhabita en el creyente y en él hace morada.

         Cuando los Apóstoles preguntaban a Jesús cuál habría de ser la recompensa que les esperaba por haberle seguido dejándolo todo, Jesús les prometió un trono junto a él en la gloria y el juicio sobre las doce tribus de Israel; es decir, aquel premio que representa participar de la soberanía divina para enjuiciar lo bueno y lo malo mediante al haber conocido el bien en el que reside la vida duradera, la vida divina. Quien ha conocido el bien supremo de la vida divina participará asimismo de la fruición a la cual conduce el conocimiento de Dios. La dicha de haberle conocido y amado que lleva consigo la participación de la vida de Dios en perfecta comunión con el destino de Cristo, para el cual —dice san Pablo— Dios creó el mundo: “todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia” (Col 1,16b-17).

         No es fácil en la sociedad y cultura de nuestro tiempo el seguimiento de Cristo, frente a los reclamos de un mundo materialista en el que la fe en Dios parece haberse eclipsado, de ahí el valor singular del testimonio de la trascendencia que representa la vida religiosa. Su verdadero alcance sacramental se descubre en la renuncia que conlleva al mundo como afirmación de los bienes definitivos, de la razón última del mundo y del destino de la vida humana en cuanto vida que está llamada a ser consumada en Dios. Es el valor escatológico de la vida consagrada, que se expresa en el seguimiento de los consejos evangélicos: pobreza, castidad y obediencia y hace de la vida en comunidad un signo visible de la comunión divina. San Pablo exhorta a los Efesios a vivir “solícitos en conservar, mediante el vínculo de la paz, la unidad que es fruto del Espíritu” (Ef 4,3).

Este vínculo adquiere en la v ida en religión una verdadera expresión sacramental, sin la cual el seguimiento de los consejos evangélicos pierde aquella densidad que torna visible la vida de consagración, tal como la propuso san Benito a sus monjes, exhortándoles mediante la regla monástica a la vivencia de la fraternidad en la cual los monjes vive ante Dios en los quehaceres cotidianos del trabajo y la oración, escondidos con Cristo en Dios. Fue así como la vida monástica se tornó en rico caudal de progreso espiritual, que inspiró el desarrollo material y moral de la sociedad europea antigua y medieval.

         Con toda justicia san Benito es patrón de Europa, patronazgo que comparte con los evangelizadores de los pueblos eslavos, los santos hermanos Cirilo y Metodio, y con las santas mujeres, cuya vida es un referente de la vocación cristiana de los pueblos de Europa: santa Brígida de Suecia, santa Catalina de Siena y santa teresa Benedicta de la Cruz. Su aportación a la construcción de Europa fue la inspiración cristiana de la vida social que sigue inspirando los valores de la civilización y de la cultura de los pueblos del viejo continente, que hoy parece querer ignorar sus propias raíces y sus orígenes cristianos.

         La nueva evangelización de estas viejas naciones europeas, programa que los cristianos tenemos hoy como tarea insoslayable de testimonio de Cristo, requiere por eso el coraje necesario para volver a colocar a Europa ante el ideal de vida en Cristo que inspiró sus mejores empresas y dio fundamento sólido a la paz social. Una evangelización que, como el Papa Francisco ha puesto de relieve, pasa por la apertura del corazón a cuantos buscan una mayor dignidad de vida entre nosotros, aun cuando las dificultades del momento presente requieran prudencia y cautelas, que sin embargo no pueden cerrar las puertas de un futuro mejor a los pueblos más necesitados de desarrollo y solidaridad fraterna.

         Que la oración de los monjes así lo pidan al Señor, y que su consagración de vida oriente hacia el Bien Sumo que es la vida divina, las aspiraciones de cuantos se acogen a la inspiración cristiana de la vida y buscan amparo en la hospitalidad de las sociedades cristianas.

         Que nuestra Señora del Valle nos lo conceda.

Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos

11 de julio de 2013

Solemnidad de San Benito Abad, Patrono de Europa

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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