Homilías Obispo - Obispo Emérito

Homilía del Obispo Diocesano en el VI Domingo de Pascua

Queridos hermanos sacerdotes y diáconos,

Queridos hermanos y hermanas, peregrinos del Año de la Fe a esta Iglesia Catedral de la Encarnación, corazón de la diócesis:

Son estos que estamos viviendo días de gozo para la Iglesia madre de la diócesis, al acoger sus naves las peregrinaciones jubilares diocesanas del Año de la Fe que se vienen sucediendo, como esta vuestra de la comunidad parroquial de la Preciosísima Sangre, de Roquetas; y la que ayer recibí en la misa vespertina, muy concurrida de fieles, de las Hermandades y Cofradías, que ha querido unirse a la que hoy realizan a Roma asociaciones de piedad y devoción popular, para celebrar con el Papa Francisco la misa jubilar; o la que dentro de unos días realizarán los catequistas diocesanos y los adolescentes y jóvenes que han recibido en esta Pascua, o van a recibir durante este año en curso, el sacramento de la Confirmación, en un curso pastoral, en el cual vienen llenando la Iglesia Catedral los confirmandos de la escuela católica y de algunas parroquias de la capital, acompañados de sus catequistas y educadores.

Fechas éstas privilegiadas en el año litúrgico, inundadas del gozo pascual de la resurrección de Cristo, en la espera de la celebración de la solemnidad de Pentecostés, fiesta del nacimiento de la Iglesia. La comunidad escatológica, de los tiempos últimos, en la que se prolonga el nuevo Israel de Dios, la comunidad de redimidos que Cristo fundó en sus apóstoles y discípulos, en virtud de la sangre de la alianza nueva que el derramó por nosotros. La Iglesia nacía así de la voluntad de Cristo y se plantaba en el mundo por medio de la predicación de los apóstoles, a los cuales el Resucitado envió a proclamar el evangelio de la vida, para la salvación de todos los pueblos.

En este VI domingo de Pascua vemos cómo el Espíritu Santo va abriendo la mente de los discípulos para que puedan comprender el alcance de su misión, sacando las consecuencias que se derivan de lo que ha acontecido en la muerte y resurrección de Jesús, conforme a lo que estaba prometido en al Escrituras. La acción del Espíritu en los discípulos que sigue a las primeras experiencias de la resurrección de Jesús es todavía oculta e interior, hasta que acontezca, conforme a la promesa del Resucitado, la poderosa irrupción del Espíritu sobre el mundo rompiendo el techo de la tierra, como dice el himno litúrgico, dejando sentir los efectos de su actuación bienhechora mediante la transformación de los apóstoles y discípulos. Una irrupción del Espíritu que abre el cenáculo en que permanecen encerrados los discípulos y poniendo en pie en las plazas testigos de la resurrección de Cristo, impulsando la predicación apostólica y llevando la proclamación de Cristo como Salvador hasta los confines de la tierra, para conocimiento de todos los pueblos y culturas.

Es el acontecimiento de salvación que celebraremos el día de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y María santísima, que, junto con los discípulos que le habían seguido de Galilea a Jerusalén y con las santas mujeres que les acompañaron y que “le servían con sus bienes” (Lc 8,3), y que después de la resurrección de Jesús se agruparon en torno a los apóstoles formando parte de la comunidad primera de la Iglesia naciente.

La lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado nos presenta la predicación de Pablo y Bernabé que, después de pasar por Chipre y recorrer ciudades del Asia menor, llegaron a Antioquía de Pisidia, en la península de Anatolia, donde, rechazados por los judíos, se volvieron a los gentiles y comenzaron la expansión del Evangelio entre los gentiles (cf. Hech 13,46). Cuando, después de la misión,  regresaron a Antioquía de Siria, de donde habían partido, sintieron la necesidad de consultar a los apóstoles sobre la libertad con que habían procedido abriendo la predicación evangélica a los paganos y dando salida a la difícil cuestión que se les había planteado: había que circuncidar o no a los nuevos cristianos venidos del paganismo, obligándoles a guardar la ley de Moisés y sus numerosas  prescripciones? En Jerusalén“fueron recibidos  por la Iglesia y por los apóstoles y presbíteros, y contaron cuanto Dios había hecho juntamente con ellos” (Hech 15,4).

La consulta dio lugar al primer concilio de la historia de la Iglesia, el llamado concilio de Jerusalén, del cual el libro de los Hechos recoge el decreto que hemos escuchado, cuyo objetivo era poner fin a la controversia. En adelante, todos debían tener claro que Dios  salva a los hombres por la fe en Jesús, muerto y resucitado, y no por la observancia de las prescripciones de la ley mosaica. Se cumple así la promesa del Señor anunciada por medio de Isaías sobre la misión del Siervo de Dios Jesús: “Yo te haré luz de los gentiles, para que seas la salvación hasta el extremo de la tierra” (Is 49,6).

El discurso de Pedro en el concilio de Jerusalén reitera cuanto había dicho en casa del piadoso centurión romano Cornelio. No se puede negar el bautismo a los paganos que vienen a la fe, porque Dios ha salvado a todos los seres humanos en la muerte y resurrección de Cristo, y es por la fe en Jesús como acontece la salvación de todos. Dios ha derramado su Espíritu sobre toda carne, como anunciara el profeta Joel: “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne” (Jl 3,1). También sobre los paganos, pues Dios —dice Pedro en su intervención en Jerusalén, refiriéndose a la experiencia vivida en casa del centurión romano Cornelio— “no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe” (Hech 15,9); y concluye: “Nosotros creemos más bien que nos salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos” (Hech 15,11).

El carácter universal del Evangelio nos impulsa también a nosotros a la predicación y al testimonio, en una sociedad compleja y alejada de la fe, pero que espera de nosotros el signo de la resurrección de Cristo que dé fundamento a la esperanza que tantos seres humanos anhelan; el signo que  dé calor al corazón afligido de tantas personas que no han conocido de verdad la fe cristiana plasmada en una vida cercana y amiga, aun cuando muchas o gran mayoría de estas personas, hoy desesperanzadas por no tener una fe viva, hayan sido bautizadas. Su situación es la que resulta de no haber conocido en verdad el mensaje de salvación de Cristo en sus efectos de vida.

El mandato del Resucitado, tal como nos lo transmite el evangelista san Mateo, tiene hoy plena vigencia, y es el de “hacer discípulos a todas las gentes bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar tofo lo que yo os he mandado” (Mt 28,19-20). El anuncio de la Iglesia tiene, pues, por destinatarios a todos los seres humanos para que entren en la comunión de la Iglesia y vivan en el amor con el que Dios los redime y salva y que ha revelado en la pasión y muerte de Cristo.

El destino de todos los humanos es, en verdad,  el reino de Dios y la ciudad nueva de la humanidad redimida y salvada, contemplada por el vidente del Apocalipsis como “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas”(Ap 7,9). El vidente de Patmos contempla a los que han pasado por el martirio purificador que los ha revestido de blancas vestiduras, pero que sean “multitud” es clara expresión de la universalidad de los testigos procedentes de los cuatro puntos cardinales de la tierra; porque, con palabras del salmista: “a toda la tierra alcanza su pregón / y hasta los límites del orbe su lenguaje” (Sal 18,5). El autor sagrado evidencia así que, en efecto, en Dios no hay acepción de personas, a todos ama, de todos tiene misericordia y de todos espera el testimonio del amor divino que han conocido.

Cuando hoy esperamos con gozo la nueva beatificación de quinientos mártires en Tarragona el próximo otoño, que sucumbieron por amor a Cristo en la persecución religiosa del pasado siglo XX, damos gracias a Dios porque esta muchedumbre de testigos no cayeron víctimas de una opción política contra otra, sino del amor profesado hasta la muerte a Jesucristo, “el Testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra” (Ap 1,5), al que el Padre ha glorificado con la resurrección y al que rinden ahora gloria los mártires, a la cual nos sumamos nosotros: “A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (Ap 1,6).

Dios, que no tiene acepción de personas, reclama de nosotros el arrepentimiento y la conversión de nuestras vidas. Es necesario el arrepentimiento sincero de los pecados y la confesión de fe en el valor redentor de la inmolación de Cristo, “el Cordero que está delante del trono y que será su pastor y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas” (Ap 7,17), para ser asociados a la asamblea de los redimidos. Así lo hemos de predicar a todos, sin silenciar el precio de la gloria y poniendo de manifiesto la universalidad de la redención.

Hemos de saber aclimatarnos a nuestro tiempo y, mediante nuestro testimonio y compromiso, estamos llamados a contribuir a la transformación de la vida de los hombres por medio del Evangelio. Está en juego la aculturación del mensaje de salvación y la entrada de todas las culturas en la comunión de la Iglesia, que la Iglesia no rechaza, pero que requieren ser purificadas con la conversión de las personas al mensaje de gracia y salvación.

La descripción de la ciudad nueva que nos ofrece el Apocalipsis es de una gran belleza: se asienta sobre los cimientos que son los apóstoles del Cordero y sus puertas orientadas a los cuatro puntos cardinales de la tierra la abren a los hombres de todas las latitudes. Es una ciudad cuyos cimientos apostólicos sobre los que se levantan sus murallas “están adornados con toda clase de piedras preciosas”(Ap 21,19); una ciudad sin luminarias y sin lámpara, “porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero” (Ap 21,23). Es la nueva y definitiva morada de Dios con los hombres, a la que se llega observando con un solo salvoconducto, permanecer en el amor a Cristo. A quien le ama, dice Jesús, “mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).

Resucitado de entre los muertos, Jesús ya no vuelve a la tierra en las mismas condiciones históricas en que ha vivido hasta su crucifixión y muerte, sino en la forma nueva y gloriosa en la que el Espíritu Santo universaliza su presencia haciéndola contemporánea de las generaciones, de todos los tiempos, llevando a Cristo a todos los hombres y a todas las naciones, presente sacramentalmente en el misterio de la Iglesia y en la vida de cada cristiano.

Esta presencia de Jesús será percibida y conocida por medio de nuestro testimonio de él y de nuestro amor por él, un amor por Cristo que se expande y manifiesta en el amor a los hombres nuestros hermanos, en especial y en forma particular por los más pobres y necesitados, por los enfermos y los carecen de amor. Ayer decía a todos los cofrades aquí congregados que todas las efigies de Cristo y las representaciones de los misterios de su humanidad con las cuales hacemos presente, en nuestro templos y calles, la historia de nuestra salvación quedan remitidas al testimonio de nuestra vida, en el cual se valida nuestra fe y se manifiesta en su autenticidad. Es lo que quiero hoy repetiros a vosotros, queridos feligreses de la Preciosísima Sangre. Lleváis el honor del título de la alianza nueva y eterna en la sangre preciosa del Redentor, haced honor a su significación, “ofreciendo vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual” (Rom 12,1)  que habéis de ofrecer al Padre mediante el amor a Cristo y su expansión a los hermanos.

Que así os lo conceda la santísima Virgen María, Madre del Redentor y madre nuestra, que acompaña siempre nuestro peregrinar con su maternal protección. Que así sea.

Lecturas bíblicas: Hech  15,1-2.22-29

                               Sal 66,2-3.5-6.8

                               Ap 21,10-14.22-23

                               Jn 14,23-29

Catedral de la Encarnación

5 de mayo de 2013

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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