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HOMILÍA DEL III DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Lecturas bíblicas: Jon 3,1-5.10; Sal 24,4-9; 1Cor 7,29-31; Mc 1,14-20

 

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos terminado estas Jornadas de «Católicos y Vida pública», que afrontan la difícil cuestión de la presencia de la fe cristiana y de la Iglesia de Cristo en la sociedad plural de nuestro tiempo. Queremos dar gracias a Dios por la reflexión realizada y las recíprocas aportaciones recibidas de las contribuciones de los participantes. Nos ayuda en esta acción de gracias, que es la celebración eucarística, la palabra de Dios que precede la colación del Sacramento del altar. La palabra que ilumina nuestra vida cristiana y apostólica, que es misión de evangelización, nos llega en este III Domingo del tiempo ordinario para colocarnos ante la misión apostólica que Cristo ha encomendado a la Iglesia, y para plantearnos las exigencias de conversión y obediencia de la fe, que son necesarias para la misión.

El domingo pasado veíamos en el evangelio según san Juan el seguimiento de los primeros discípulos de Jesús: Juan y Andrés. Después de pasar un día con Jesús, estos discípulos comunicaron a Pedro, hermano de Andrés, y a Felipe que habían encontrado al Mesías. Sin duda que cuando fueron llamados por Jesús los hermanos Pedro y Andrés, y los también hermanos e hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, existía ya un primer conocimiento de Jesús entre ellos.

La llamada de Jesús a la conversión, que se produce al comienzo de su vida pública, había desencadenado las primeras reacciones. Juan y Andrés se habían sentido atraídos por Jesús. Sin embargo, el seguimiento de Jesús tenía que provocar en cada uno de ellos un examen personal de su situación ante Dios. Jesús llama a la conversión a cuantos le escuchan y la llamada de Jesús a seguirle, les exigía conversión y disponer su vida para acoger el reino de Dios que llega.

La conversión a Dios está en el origen del apostolado y esta conversión tiene un referente determinante: la persona de Jesús. Es el encuentro con Jesús el desencadenante del proceso de conversión a Dios, que es disposición para acoger la llegada del reino de Dios. Sólo después de su resurrección de entre los muertos comprenderán que el reino de Dios ha llegado en Jesús mismo, que encontrarse con él y haberle seguido es el comienzo del reino de Dios en ellos.

San Marcos nos presenta la llamada a las dos parejas de hermanos, sorprendidos en su quehacer ordinario, en plena faena laboral de una pequeña empresa familiar de pescadores del lago, que es todo lo que tienen, y Jesús les pide que le sigan dejándolo todo: que dejen la empresa familiar e incluso a su padre. Los llama con su propia autoridad y de forma soberana, como nos dice el evangelista, cuando Jesús constituye el grupo de los Doce: «Subió al monte y llamó a los que quiso; y vinieron junto a él» (Mc 3,13).

Los comentaristas de san Marcos nos dicen que la llamada de estas dos parejas de hermanos tiene que ver con el envío que Jesús hará de los Doce de dos en dos, confiándoles la misión de anunciar el evangelio y someter a los espíritus inmundos, equipados sólo con la palabra sin provisión de alforjas ni dinero, sin túnica de repuesto. Sólo equipados con la palabra porque sólo así podrán llamar a la conversión sin apoyarse en otros bienes, sino en quien les confía la misión predicar la conversión. El evangelista, recapitulando aquella misión y sus frutos dirá: «Y yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6,12-13).

Nosotros, como los apóstoles, no podemos anunciar a Jesús sin el encuentro previo con él, sin el conocimiento de su persona, sin confesar la fe en Jesús como enviado de Dios, convencidos de que el evangelio que hemos de proclamar es el «evangelio de Jesús el Cristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). La conversión a Dios que el apostolado presupone es un proceso de configuración con Jesús para prolongar su misma misión, anunciando la buena noticia de la llegada del reino de Dios.

Fijémonos en que, para el evangelista, la llamada al seguimiento de Jesús se explica, además, a partir de una imagen: la que le proporciona la vinculación a la pesca de los primeros discípulos, a los cuales Jesús promete que al abandonar el lago hará de ellos “pescadores de hombres”. Dice san Marcos:«Jesús les dijo: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”» (Mc 1,17). Esta transformación, que definió la tarea espiritual de los discípulos, es fruto de su adhesión a Jesús. Para el evangelista, “seguimiento” significa unión personal con Jesús, participar de su vida habiendo hecho experiencia de él, de Jesús, de quién es y donde vive, como el pasado domingo veíamos en el evangelio de san Juan (cf. Jn 1,39).

Hay una cierta asimilación de Jesús con el rabí o maestro judío, que enseña y transmite la fe religiosa de Israel a sus alumnos, pero en el caso de Jesús la iniciativa es suya y la llamada descansa en su misma autoridad. Es él quien llama, estableciendo de este modo la más importante diferencia con el maestro de la torá, que enseña la ley de Moisés sin modificarla, porque no es su autor. Jesús no justifica su llamada recurriendo a un encargo divino, hace discípulos apoyado en su autoridad personal [cf. J. Gnilka, El evangelio según san Marcos, vol. 1. Mc 1-8,26 (Salamanca 1986) 86].

En el evangelio de san Juan, tenemos la explicación que nos proporciona el mismo Jesús ofreciendo la identidad verdadera del discípulo. En el discurso de la noche de la última Cena, vemos que Jesús les dice a sus discípulos: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16).

Para apoyar este evangelio de llamada discipular por parte de Jesús, hemos escuchado el relato del profeta Jonás en la liturgia de la palabra de este domingo. Los discípulos tienen que dejarlo todo, los hijos de Zebedeo han de dejar a su padre igual que el profeta Jonás tiene que desprenderse de sus propias convicciones, las mismas que, negándose a responder a una primera llamada de Dios, le llevan a huir para no predicar en Nínive. Esta ciudad era símbolo de la ciudad pagana, de la muchedumbre pecadora y “perdida” de la cual no cabría esperar modificación alguna de su conducta. Por eso Jonás discrepa de Dios y no espera fruto alguno de la predicación en Nínive.

Sin embargo, cuando Jonás recibe la segunda llamada, la que hoy hemos escuchado, Jonás ha pasado por la dura experiencia de su desobediencia. Se embarcó en un viaje a Tarsis y ante la tempestad sobrevenida, sabiéndose rebelde, pidió ser arrojado al mar. Tragado por la ballena, Jonás fue devuelto a la tierra, para recibir de nuevo la llamada de Dios. Ahora sabe que no se había convertido a Dios plenamente, y que a la voluntad de Dios oponía su propia opinión sobre el hecho de predicar a pecadores irredentos. Sólo cuando la conversión a la voluntad de Dios le lleva a la obediencia de la fe, la predicación en Nínive y la conversión de sus habitantes le hacen ver que la palabra de Dios es siempre eficaz y produce su propio fruto al margen de las opiniones humanas.

Nosotros estamos hoy urgidos por la situación de una sociedad que se aleja del evangelio, una sociedad que parece renunciar a sus propios orígenes cristianos. La misión que se nos confía es difícil y exige, sin duda, un trabajo apostólico arduo. Sucede incluso que a veces perdemos el ánimo ante una misión de la que no esperamos gran fruto; pero Dios nos pide la obediencia de la fe, que confiemos en él y en su designio salvador; y como a Pablo nos dice: «Te basta mi gracia, que mi fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12,9). Nos pide aquella conversión sin la cual, nuestra misión no puede producir fruto, porque para llevar esta misión adelante se requiere ponernos en manos de Dios, adheridos al único y verdadero evangelizador del Padre, Jesucristo, confiando en el poder de la gracia divina.

Algunas de las actitudes derrotistas que constituyen hoy la tentación de muchos cristianos es la falta de confianza en que pueda darse la conversión de una sociedad que parece haber renunciado a sus raíces cristianas. Ciertamente que los condicionamientos de esta sociedad atenazan fuertemente a las personas, pero hemos de tener confianza en la palabra de Dios y en la capacidad de las personas para responder a su interpelación y romper el cerco de una cultura agnóstica y materialista. Más aún, para llegar a cambiarla mediante el avance de la conversión de los corazones. El carácter permanente de la conversión al evangelio, que es no es aceptación de un sistema de creencias y valores, aunque los incluya, sino adhesión a la persona divina del Hijo de Dios, pide de nosotros creer que sólo Jesús es el Salvador, porque sólo él es el Redentor del hombre. En definitiva, creer que es él el que nos asocia a su misión y nos da la garantía de que la Iglesia permanecerá hasta el final.

En circunstancias de las que no podemos disponer plenamente, porque entran en juego los pensamientos y acciones de los hombres, Dios, que ha enviado a Jesús para sanación de la humanidad herida, nos llama a prologar esta misión. La hemos de llevar adelante sin pertrechos, sin apoyarnos más en nuestras estrategias y programas que en la palabra de Dios. Como nos dice san Pablo en la primera a los Corintios, si «el momento es apremiante» porque «la figura de este mundo se termina» (1 Cor 7,31), tal como creían los cristianos de la primera generación, el desprendimiento de todo es capital para acoger el reino de Dios que viene. Sin embargo, mientras este mundo permanezca, el desprendimiento principal es el que nos ha de llevar a la conversión a Dios y a Cristo, a fiar en el poder de la palabra, para de este modo evangelizar de nuevo.

Esta es nuestra tarea de esta hora, el apostolado sin titubeos, el anuncio sin descanso de aquel que es la esperanza que Dios ofrece al mundo, el anuncio de Jesús. Que nos lo conceda la Virgen María, Reina de los apóstoles y de los mártires, la madre de la Iglesia que nos acompaña en la misión del Evangelio.

Almería, a 20 de enero de 2018

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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