HOMILÍA DEL DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO
XXV Aniversario de la Bendición de la imagen de N. P. Jesús de Salud y Pasión de la Hermandad de Pasión de la parroquia de Santa Teresa de Jesús

Lecturas bíblicas: Ez 18,25-28; Sal 24,4-9; Flp 2,1-11; Aleluya: Jn 10,27 («Mis ovejas escuchan mi voz, dice el Señor…»); Mt 21,28-32
Hermanos y hermanas:
El evangelio de hoy nos advierte de algo que con cierta frecuencia olvidamos, porque no son las formas religiosas en sí las que salvan, sino el cumplimiento de la voluntad de Dios. La parábola contrapone dos formas de comportamiento, pero esta oposición entre dos hijos que reaccionan de forma bien diferente ante la llamada del padre a trabajar en la viña es una contraposición de actitudes que no puede dejar de lado la cuestión de la autoridad de Jesús (cf. Mt 21,23). Los sumos sacerdotes y los ancianos le plantean a Jesús la pregunta por la autoridad con la que actúa en el Templo, de donde había expulsado a los vendedores del templo, volcando las mesas de los cambistas y provocando la pregunta de sumos sacerdotes y ancianos. No veían con agrado que Jesús enseñara en el Templo y curara a los enfermos que acudían a él.
Este es el contexto en el cual Jesús pronuncia la parábola de los dos hijos llamados por el padre a acudir al trabajo de la viña familiar. Mientras el primero dijo a su padre: “No quiero”, pero después se arrepintió y fue, el segundo contestó: “Voy, señor”, pero no fue. Por eso Jesús pregunta: «¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre? Contestaron: el primero» (Mt 21,29-31). Jesús coloca a sus adversarios ante una práctica religiosa que se atiene a los mandamientos de Dios y los cumple.
Para acceder mejor al significado de la parábola de Jesús, hemos escuchado al profeta Ezequiel que apela a la responsabilidad personal, que desplaza la culpa heredada, transmitida de padres a hijos, según la mentalidad judía. La responsabilidad sitúa al ser humano ante actos morales, que en sí mismos son objetivamente buenos o malos, según se atienen o no a los mandamientos de Dios. La enseñanza del profeta apela a la responsabilidad personal: el justo que comete maldad, debe morir, es decir, es condenado; mientras el malvado que se arrepiente de sus malos hechos y cumple la voluntad de Dios, vive: «si practica el derecho y la justicia, él mismo salva su alma. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá» (Ez 18,27-28).
La parábola que Jesús describe a los sumos sacerdotes y ancianos remite a la responsabilidad moral ante Dios contraída por quienes se glorían de poseer el Templo del Señor. Los sumos sacerdotes y ancianos cuestionaban la autoridad de Jesús mostrándose celosos responsables del Templo, pero ya Jeremías había advertido que invocar el Templo no representaba garantía alguna de salvación, si los que lo invocan no cumplen los mandamientos de Dios. Nadie puede salvar el juicio de Dios, que solo se supera por la misericordia divina, y pretender superarlo apelando a la custodia del Templo es un engañarse. El hombre es siempre pecador y su condición de pecador no puede cubrirse con el velo de la piedad, si no hay verdadero arrepentimiento, dice el profeta Ezequiel. El malvado podrá salvarse si cambia de conducta, es decir: «Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá» (Ez 18,28).
No valen, por tanto, palabras piadosas para salvar el juicio, son precisas las obras de justicia que acreditan al pecador y dan fe de su arrepentimiento. El gran profeta Jeremías dice al pueblo elegido, que no reconoce su pecado, el abandono de la ley divina: «No confiéis en palabras engañosas diciendo: “¡Templo del Señor, Templo del Señor, Templo del Señor es éste!”. Porque si mejoráis realmente vuestra conducta y vuestras obras (…) entonces yo me quedaré con vosotros en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres desde siempre y hasta siempre» (Jr 7,5-6). Ya el profeta Isaías se había quejado de la religiosidad vacía del pueblo elegido. Dios se queja de esta vaciedad religiosa diciendo: «Este pueblo me alaga con la boca y me honra con los labios, mientras su corazón está lejos de mí» (Is 29,13).
Jesús sentencia con dureza provocando el descontento de los que ya tienen la decisión de acabar con él, al afirmar que hasta los publicanos y las prostitutas creyeron en la predicación del Bautista y se arrepintieron, pero los dirigentes religiosos de Israel no se arrepintieron. Jesús concluye así ante el silencio de los adversarios que no quieren responder a la pregunta de Jesús por la predicación de Juan Bautista: ¿venía de Dios o de los hombres? Como le respondieron: “No sabemos”, Jesús les contestó: «Tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas» (Mt 21,27). Si la pregunta de Jesús desconcierta a sus adversarios es porque es porque no puedan una respuesta correcta sin desenmascararse a sí mismos. Confesar que la predicación y el bautismo de Juan venían de Dios era reconocer al mismo tiempo que la predicación de Jesús, igual que la de Juan, venía de Dios, por eso fingen no saberlo, y así se merecen el calificativo que les dio el Bautista: son hipócritas .
Importa, por tanto, el cumplimiento de los mandamientos de Dios, obedeciendo la predicación que viene de Dios, pero acoger la palabra de Dios sólo es posible y hay arrepentimiento de los pecados, como los publicanos y las meretrices que se arrepintieron y acogieron con la predicación del Bautista y reconocieron a Jesús como enviado de Dios. No podemos engañarnos pretendiendo alcanzar la salvación por una piedad vacía y sin dejarnos transformar internamente por Dios, que es lo que significa honrar a Dios con los labios y tener lejos de él el corazón.
No cabe duda que nuestra piedad popular tiene hondas raíces evangélicas. Se trata en ella de contemplar los misterios de Cristo y de María, que en las imágenes de Semana Santa despliegan ante nosotros el misterio de la redención.
No cabe duda que nuestra piedad popular tiene hondas raíces evangélicas. Se trata en ella de contemplar los misterios de Cristo y de María, que en las imágenes de Semana Santa despliegan ante nosotros el misterio de la redención. Hace ahora veinticinco años que fue bendecida la sagrada imagen de Nuestro Padre Jesús de Salud y Pasión en su Tercera Caída, una hermosa talla del Redentor del hombre, a la que la piedad une la imagen de la Santísima Virgen de los Desamparados. Las dos son obras del imaginero Luis Álvarez Duarte, y ambas son los titulares de la Hermandad de Pasión, erigida en 1995 por nuestro venerable Predecesor Mons. Álvarez Gastón, y vienen siendo veneradas en esta iglesia parroquial de Santa Teresa.
Este es para vosotros, queridos cofrades, y para toda la comunidad parroquial, un año de acción de gracias, cuyo programa de actos religiosos, apostólicos y culturales se ha visto limitado por el estado de pandemia que sufrimos. Vivimos un año que, por otra parte, nos está haciendo reencontrar la honda verdad de nosotros mismos, ya que no tenemos aquí patria definitiva y hemos de buscar la vida futura en Dios. En esta realidad social en la que el riesgo del contagio infeccioso, nos ha situado, damos todos gracias a Dios por el testimonio de fe que han estimulado y sostenido los misterios de nuestra salvación que representan estas imágenes del Señor y de Virgen de los Desamparados.
Su domicilio en esta iglesia parroquial ha ayudado al gran número de fieles que a lo largo de un cuarto de siglos han visto en ellas la presencia espiritual que la redención de la humanidad por la pasión y muerte de Cristo, misterio redentor al que se asocia la Virgen Madre del Señor.
Su domicilio en esta iglesia parroquial ha ayudado al gran número de fieles que a lo largo de un cuarto de siglos han visto en ellas la presencia espiritual que la redención de la humanidad por la pasión y muerte de Cristo, misterio redentor al que se asocia la Virgen Madre del Señor. Se trata de una presencia espiritual, que adquiere expresión sacramental de Cristo en la Eucaristía, sacramento de nuestra redención. Una presencia espiritual también de María que alienta y acompaña la fe de los fieles cristianos, estimulando la coherencia de una práctica religiosa que no abandona el cumplimiento de los mandamientos.
Aceptar la voluntad de Dios es el camino abierto por Cristo haciendo de la obediencia al designo de Dios hasta la cruz camino hacia la glorificación. Es lo que pide a los Filipenses san Pablo: hacer propios los sentimientos de Cristo, el cual, siendo de la misma sustancia del Padre, «tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Flp 2,7). La humillación de Jesús al hacer suya nuestra carne, siendo el Hijo eterno de Dios, le llevó a transitar los caminos de la pasión y de la cruz, «sometiéndose incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (v. 8). Esa humillación recibió del Padre como respuesta a su sufrimiento la exaltación a la gloria, cuando ya parecía que hubiera sido abandonado de él, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha, como vamos a recitar en el Credo de la Misa.
La presencia de Cristo se hace en la Misa realidad física, palpable en el sacramento de la Eucaristía, donde Cristo está con su cuerpo y sangre, alma y divinidad, entregándose por nosotros a la cruz y derramando su sangre para la redención del mundo, misterio de amor que se hace presente en el altar. La presencia de María es presencia espiritual de la Virgen Madre que, en medio de la Iglesia, se manifiesta asociada a la pasión de su Hijo. María es figura de la Iglesia, ella ha alcanzado la meta de la glorificación junto a su Hijo resucitado por haberle acompañado en la pasión y en la cruz. María es ahora cobijo contra todo desamparo en la tentación y la enfermedad, en la duda y en la angustia o la desolación que provoca el fracaso moral, en tantas situaciones de dolor y dificultad en las que nos vemos los seres humanos en la tierra.
Permitidme, que, confiando en vuestro compromiso de devotos de estas sagradas imágenes, os exhorte a trascender sobre ellas, sobre su realidad material, para alcanzar lo que significan. Que ayudados por ellas encontrar a Cristo como Redentor que llevó sobre sus hombros el peso de nuestros pecados y rebeldías. María, asociada a la pasión de su Hijo, recorrió el camino del dolor desde el pesebre a la cruz y de la cruz a la gloria de la asunción en cuerpo y alma a los cielos, para estar y reinar junto a Él en el cielo. Que su intercesión nos ayude a unirnos como verdaderos discípulos a seguir a Jesús en toda nuestra vida, sin echarnos atrás en las situaciones de dificultad; y que por la intercesión de la Virgen la Eucaristía que ahora vamos a celebrar nos alcance los frutos de la redención.
Iglesia parroquial de Santa Teresa de Jesús
26 de septiembre de 2020
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería