HOMILÍA DEL DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO Día de la Procesión del Santísimo Cristo de la Luz de Dalías
Lecturas bíblicas: Is 50,5-10; Sal 114,1-9; Sant 2,14-18; Mc 8,27-35
Excelencia Reverendísima y querido hermano en el Episcopado;
Sr. Cura párroco y hermanos sacerdotes;
Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades;
Cofrades del Santísimo Cristo;
Hermanos y hermanas:
Hemos celebrado la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz el pasado día 14, seguida de la memoria litúrgica de la Nuestra Señora la Virgen de los Dolores. Terminadas las grandes solemnidades del Año litúrgico, estas fiestas traen de nuevo al primer plano de la fe y de la piedad popular cristiana la memoria de la pasión de Cristo crucificado y los dolores de su santísima Madre, asociada a la pasión de su Hijo. Es el contenido del sacrificio pascual de Cristo el que adquiere forma y figura plástica en las imágenes de la piedad cristiana con motivo de estas fiestas que nos devuelven al memorial de la pasión del Señor. Son fiestas que nos ayudan a mejor comprender y retener que el sacrificio de Cristo Redentor, acontecido de una para siempre en el Calvario, sigue haciéndose presente en el sacrificio eucarístico de la Misa y nos alcanza con especiales efectos de salvación en su celebración dominical y cotidiana.
En la cruz de Cristo el cristiano tiene la enseña de la victoria sobre el pecado y el mal que atenaza la vida del hombre desde el origen mismo de nuestra existencia. La cruz es la señal del cristiano y por la señal de la cruz comenzamos cada día nuestra actividad, bajo el signo de la cruz ponemos nuestro trabajo, y por bajo su luz comemos y descansamos, porque en ella nos ha sido dado el sentido trascendente de nuestras acciones desde las más humildes a las que pueden resultar heroicas. De esta suerte, como dice san Pablo, al hacer la señal de la cruz confesamos que «Dios nos ha destinado a obtener la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo; él murió por nosotros, para que, despiertos o dormidos, vivamos con él» (1 Ts 5,9-10). La señal de la cruz da comienzo a la oración del Cristo, que se dirige al padre en el Espíritu Santo por medio del único Mediador entre Dios y los hombres: Cristo Jesús, «mediador de una alianza mejor [que la antigua], como fundada en promesas mejores» (Hb 8,6). Jesús posee el sacerdocio único por haberse ofrecido al Padre por nosotros, aceptando la cruz, verdadera ignominia de los hombres contra él. San Pablo le dice a Timoteo que, justamente en razón de este sacerdocio único del Señor, «como hay un solo Dios, hay también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo en rescate por todos» (1 Tim 2,5).
En la primera lectura de la misa de hoy, hemos escuchado un fragmento del tercer cántico del Siervo de Dios. Los poemas o cánticos del Siervo de Dios que encontramos en Isaías nos describen la entrega hasta el maltrato y la tortura del Siervo, que padece en lugar del pueblo pecador y en su favor. Estos cánticos son descripciones en las que se presenta el drama del Siervo que sufre a causa de los pecados del pueblo, poemas de gran belleza que causan en el lector una honda impresión y le interpelan. En ellas se nos da a conocer por anticipado la revelación profética de los sufrimientos de Jesús, condenado siendo inocente, flagelado y torturado hasta ser llevado al suplicio vejatorio en sumo grado de la cruz.
La lectura que hemos escuchado presenta al Siervo como «el oyente fiel de la palabra, que la hace suya y la anuncia», y aunque «la suya es una misión dolorosa, expuesta a la injuria y la violencia de los hombres […] se somete voluntariamente a esa misión, sin resistencias» [Secretariado Nacional de Liturgia, Comentarios bíblicos al leccionario dominical. II. Ciclo B (Madrid 1975) 259]. El Siervo se comporta en el cantico como quien acoge la sabiduría que llega con la palabra de Dios y que él hace suya para transmitirla: «El Señor me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado, ni me he echado atrás» (Is 50,5). Esta disposición para la misión queda reflejada en la narración de su vocación por el profeta, cuando escuchó la voz del Señor diciendo: «A quién enviaré?, ¿quién irá de parte nuestra?» (Is 6,8a), y el profeta responde a la llamada del Señor con clara disposición para afrontarla: «Heme aquí: envíame» (Is 6,8b). Está disponible en obediencia a la palabra que le interpela, a pesar de que la misión que se le encomienda llevará consigo amenazas y persecuciones. Esta es la actitud del Siervo que, lleno de coraje y paciencia, no se echará atrás. La lectura nos hace revivir la pasión del Señor: «Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban «insultos y salivazos, mis mejillas a los que mesaban mi barba» (Is50,6).
Esta lectura del profeta Isaías nos introduce en el evangelio, en el cual vemos de la mano de san Marcos cómo la confesión de fe de Pedro, al declarar en nombre de los discípulos que Jesús es el Mesías, no garantiza privilegios ni amparo alguno como garantía de poder, tal como pretenderían los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, sino por el contrario, Jesús desmontará la mala interpretación de esta confesión de fe, anunciando a los apóstoles que el Mesías prometido tiene que padecer y ser probado en el dolor. Jesús les anuncia por primera vez su pasión y muerte: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días» (Mc 8,31).
El evangelista dice que Jesús les hablaba de su pasión, muerte y resurrección con claridad, pero Pedro no comprende y trata de disuadir a Jesús, que le reprende y lo aparta de sí como al tentador, llamándole Satanás. Jesús no sólo se dirige a sus discípulos más íntimos, los apóstoles que le acompañan, sino a todos: el sufrimiento pasa por la vida del discípulo como consecuencia del discipulado, del seguimiento del Maestro. En definitiva, de su compromiso con Jesús y con su misión, del mismo modo que Jesús carga con su propia cruz al acoger la palabra del Padre y hacerla suya, para transmitirla a los hombres. Por eso, añade: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga» (Mc 8,34).
No se trata de que Dios Padre se ponga contra su propio Hijo, sino que Jesús, el Hijo de Dios, al llevar al mundo la misión que le confía el Padre ha de hacer suyas también las consecuencias, el sufrimiento que lleva consigo la misión, a causa de la resistencia del mundo a aceptar la palabra de Dios. Jesús cargará sobre sí los pecados de un mundo alejado de Dios, lo que se puede interpretar de este modo: que Jesús carga con los pecados de los que debían ser castigados por sus trasgresiones, los pecadores que rechazan a Dios y quieren vivir como si Dios no existiera; los pecadores que no acogen la palabra de Jesús y echan sobre él el pecado del mundo.
Es una escena impresionante cuando levantando las manos hacia el Crucificado representado en la imagen del Cristo de la Luz, la multitud parece suplicar de él misericordia y compasión, y al tiempo cargar sobre Jesús sus propios pecados. Como sucedía en el ritual de la Alianza antigua, cuando el sumo sacerdote, extendiendo las manos sobre el macho cabrío que se enviaba a vagar en la aridez del desierto, cargaba los pecados del pueblo sobre el animal convertido simbólicamente en la víctima expiatoria y se entregaba al ángel caído Azazel (cf. Lv 16,10). Aunque haya perdido el sacerdocio antiguo tras la destrucción del templo, hoy perdura en el judaísmo esta fiesta del gran día de la Expiación (Yom Kippur), día del arrepentimiento y purificación de los pecados.
Tengamos plena confianza en que Cristo ha muerto por nosotros y ha destruido en sí mismo el pecado de todos. Esto exige tener conciencia clara de que somos pecadores y la cruz de Jesús marca nuestra existencia. Esta bella y ya tradicional advocación del Cristo de la Luz nos ayuda a comprender mejor que Jesús es «la luz que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo» (Jn 1,9), la luz que ilumina la vida del hombre «para que no camine en tinieblas» (Jn 8,12): la luz que desvela el sentido trascendente del dolor del mundo y valor redentor, ayudándonos a soportarlo y superarlo en la fe. Nuestros ojos están hoy y siempre vueltos al Redentor del mundo que pende de la cruz, donde está nuestra salvación. Lo olvidamos con frecuencia y no comprendemos por qué hemos de sufrir, por qué sufre el justo y el inocente, por qué tanto dolor que nubla la felicidad de los hombres. Sólo sabemos que en la cruz de Jesús Dios hace suyo nuestro dolor y nos acompaña, alentando la esperanza de alcanzar plena victoria sobre el sufrimiento y la muerte.
Con esta fe acudimos a Cristo venerando la sagrada imagen del Crucificado en esta advocación tan nuestra del Santísimo Cristo de la Luz. Nuestra devoción confiesa que, en verdad, en Cristo y en su cruz está nuestra salvación, vida y resurrección, porque sólo Cristo nos ha salvado y libertado [Misal Romano: Antífona de entrada de la Misa «in Caena Domini» del Jueves Santo, y de la Misa de la Exaltación de la Santa Cruz].
Que su madre santísima, la Virgen de los Dolores, interceda por nosotros y nos acompañe para que pongamos nuestra esperanza en la cruz de su amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Iglesia parroquial de Santa María de Ambrox
17 de septiembre de 2018
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería