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HOMILÍA DEL DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO

Domingo de la Palabra de Dios

Lecturas bíblicas. Jon 3,1-5.10. Sal 24,4-9 (R/. «Señor, instrúyeme en tus sendas»). 1Cor 7,29-31. Aleluya: Mc 1,15 («Está cerca el reino de Dios. Creed la Buena Noticia»). Mc 1,14-20.

Queridos hermanos y hermanas:

Este tercer domingo del T. O.  es el «domingo de la Palabra de Dios», instituido por el Papa Francisco. Cierto que todos los domingos son «de la Palabra de Dios», pero el Papa ha querido darle un énfasis especial a la consagración de una jornada como esta para que todos los fieles mantengamos viva y operante la conciencia de que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4), como Jesús contestó al diablo citando palabras de la Escritura (cf. Dt 8,3). Vivimos de la palabra de Dios, porque dice el autor del libro de la Sabiduría —en el gran relato oracional en el que narra las acciones de Dios en la historia de Israel— que «no es la variedad de frutos lo que alimenta al hombre, sino que es tu palabra de Dios la que mantiene a los que creen en ti» (Sb 16,26). Por ello no ya una jornada es suficiente para tomar en consideración la palabra de Dios, sino todo el año ha de ser día duradero de la palabra de Dios.

Es el Papa el que así nos lo dice en la Carta apostólica con la que instituye el domingo de la Palabra de Dios, añadiendo que ha de ser así, porque «nos urge la necesidad de tener familiaridad e intimidad con la Sagrada Escritura y con el Resucitado, que no cesa de partir la Palabra y el Pan en la comunidad de los creyentes. Para esto necesitamos entablar un constante trato de familiaridad con la Sagrada Escritura, si no el corazón queda frío y los ojos permanecen cerrados, afectados como estamos por innumerables formas de ceguera»[1]. El Vaticano II enseña que esta necesidad de conocer las Escrituras afecta a todos los cristianos para conocer «la eminente ciencia de Jesucristo» (Flp 3,8), exhortando con especial urgencia a cuantos ejercen en la Iglesia el ministerio de la Palabra: los sacerdotes, los diáconos y lectores y los catequistas, «a adherirse a las Escrituras mediante la asidua lectura sagrada y el estudio exhaustivo»[2]; y a los pastores a orientar e «instruir oportunamente a los fieles a ellos encomendados»[3].

Es verdad que la palabra de Dios no se reduce a la Escritura, porque nos llega mediante la tradición de fe de la Iglesia, en cuyo contexto se ha leído siempre y proclamado la Sagrada Escritura en la Iglesia. Tal vez se ha exagerado al identificar a las Iglesias protestantes como comunidades de la Biblia y a los católicos como Iglesia de los sacramentos, particularmente de la Eucaristía, del mismo modo se ha identificado a los cristianos ortodoxos u orientales como Iglesia de la Tradición. Estamos en la semana de oración por la unidad de todos los cristianos, y hemos de aceptar con humildad que estas definiciones responden a acentos eclesiales que se han de complementa. El ecumenismo cristiano viene equilibrando con éxito estos acentos, en la larga marcha hacia la meta deseada por todos los cristianos que es la unidad visible de la Iglesia.

No hay rito sacramental que no esté precedido de la palabra divina que constituye la forma de su institución por Cristo, como de hecho lo entendemos los católicos y en esto tenemos una misma concepción sacramental con los ortodoxos y, en gran medida con los mismos protestantes. Sin embargo, hemos de admitir en que la escucha de la Palabra de Dios cada domingo es alimento de la vida cristiana durante toda la semana, y al mismo tiempo hemos de ahondar en la Sagrada Escritura proclamada en la celebración litúrgica mediante la lectura más prolongada personal, también en grupos de oración y en familia.

Debemos tener muy presentes las palabras del mismo Jesús a los discípulos de Emaús, al reprocharles no haber penetrado en el sentido de las Escrituras que, como judíos piadosos escuchaban en la lectura semanal de la sinagoga. Desconcertados como estaban por la crucifixión del Señor, desconsolados por el aparente fracaso de Jesús, en quien habían puesto todas sus esperanzas, no podían comprender nada. Mientras caminaban, Jesús les dice: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para comprender lo que escribieron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria? Y, empezando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» (Lc 24,25-26).

¿Cómo no recordar las palabras de san Jerónimo, el gran biblista de la Iglesia antigua? Acaba de cumplirse el décimo sexto centenario de su muerte el pasado 30 de septiembre. El gran padre de la Iglesia de occidente decía: «Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo»[4], porque las Escrituras hablan de él. La celebración de este domingo de la Palabra pide una conversión a la palabra de Dios que resulte de aquel “amor tierno y vivo” por la Palabra que trae la salvación hecha carne en Jesucristo [5].

En el evangelio de este domingo vemos que Jesús anuncia la llegada del reino de Dios con palabras inquietantes: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). En la primera lectura Jonás exhorta a la conversión a la ciudad de Nínive, para evitar ser arrasada en cuarenta días (cf. Jon 3,4). Sólo la conversión salvará la ciudad, porque para los ninivitas, se ha cumplido el tiempo, la paciencia de Dios ha llegado a su fin. Nínive ha tenido su tiempo de gracia y no lo han aprovechado, sólo le queda ya evitar la destrucción mediante la conversión; y los ninivitas comienzan una penitencia que han de hacer hombres y animales, esperando que Dios se arrepienta y les perdone. La predicación de Juan Bautista es cercana al mensaje de Jonás advirtiendo de la inminencia de la intervención de Dios. Juan decía: «Convertíos, porque ha llegado el reino de Dios» (Mt 3,2); y advertía del castigo: «Dad, pues, fruto de conversión (…) Ya está el hacha puesta en el tronco de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3,8.10).

También Jesús llama a la conversión para que puedan recibir los pecadores el anuncio de la Buena Noticia de la salvación que llega, y se manifiesta en la expulsión de los demonios y las curaciones de enfermos y endemoniados que Jesús realiza, dando así a conocer la misericordia de Dios. También Jesús habla del cumplimiento del tiempo y, en los comentarios a este pasaje del evangelio, se anota con acierto que hablar de cumplimiento es suponer que hay una continuidad entre las distintas etapas en las cuales se realiza el reino designio de Dios, su plan de salvación para el mundo[6].

Con la exhortación de Jesús a la conversión, el evangelio de san Marcos prolonga la narración de las primeras llamadas de los discípulos por Jesús. El pasado domingo escuchábamos en el evangelio de san Juan el encuentro de Jesús con Andrés y Juan, que llevaron la noticia a Simón Pedro, hermano de Andrés (cf. Jn 1,38-42). Según san Marcos, Jesús encuentra a Simón Pedro y a su hermano Andrés para que le sigan: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mc 1,17). Luego encuentra a otros dos hermanos: Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, y los llamó también. Los primeros «dejando inmediatamente las redes lo siguieron» (v. 18), y los dos últimos «dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él» (v. 1,20). A ambas parejas de hermanos los atrajo Jesús a su seguimiento, pero estos primeros discípulos de Jesús, como sucedió con los demás, eran oyentes de las Escrituras y, aunque no fueran expertos en la Ley y los Profetas, como los escribas y los doctores de la ley, eran judíos piadosos que escuchaban la lectura de los libros de Moisés los sábados. Sin ese conocimiento de la palabra de Dios que ellos escuchaban en la sinagoga cada sábado, no hubieran reconocido el significado de la llamada por aquel en quien intuían ya al Mesías esperado, aunque al principio fuera la suya una comprensión torpe y material de lo que escuchaban a Jesús.

En el clima de expectación religiosa, cuando Jesús llama a la conversión, son muchos los que esperaban la salvación de Israel y el cumplimiento de las profecías sobre el Mesías (cf. Lc 2,25), tenían puesta la esperanza en la llegada de aquel que traería consigo la salvación de Israel y el fin de la historia humana. Esta esperanza se acrecentó en los discípulos con la resurrección de Jesús, creyendo que el Señor volvería. Las comunidades de san Pablo participaron de esta esperanza y, por ello, el Apóstol les hace las recomendaciones que hemos escuchado en la segunda lectura. Les invita a estar desprendidos de todo lo terreno, porque pasa la figura de este mundo y nuestro destino es el mundo futuro (cf. 1Cor 7,31; 1Jn 2,17). Pasando el tiempo, aquellas primeras comunidades de cristianos llegarían a una mejor comprensión la esperanza cristiana. Sólo Dios conoce el fin de la historia (cf. Hch 1,7) y los que creen en Cristo han de vivir en este mundo sin perder la fe y esperanza en su destino de salvación, sin ociosidad y ocupados en las tareas temporales hasta el Señor quiera (2Ts 2,2-3; 3,10-11), porque «ante el Señor un día es como mil años y, mil años como un día» (2Pe 3,8→Sal 90,4). Se les hizo claro que con la resurrección de Jesús hemos entrado en la etapa final, no habrá nuevas revelaciones ni podemos ser víctimas de falsos profetas que engañan con ilusiones. De este tiempo posterior a Cristo hablan como etapa final y tiempo en el que se han cumplido las Escrituras que nosotros tenemos la dicha de conocer y, en vedad, ver cumplidas (cf. Hb1,2; Gál 4,4). Justificados por Jesús y habiendo Dios ofrecido el perdón de los pecados, la conversión al Evangelio está dada como posibilidad real de salvación durante el «tiempo de la paciencia de Dios» (Rm 3,26) y de Cristo (cf. 1Tim 1,16; 2Pe 3,9.15).

Vamos ahora a celebrar la Eucaristía y es momento de recordar lo que Benedicto XVI decía al exponer el carácter sacramental que tiene la Palabra de Dios contenida en las Escrituras, observando que «se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados»[7]. Estas hermosas palabras se apoyan en aquellas otras de san Jerónimo que él cita: «Y cuando Cristo dice: “Quien no come mi carne y bebe mi sangre” (Jn 6,53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al Misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios»[8]. Enseñanza que hace suya el papa Francisco, lamentando que hoy las familias cristianas no den a conocer a los hijos la Palabra del Señor en toda su belleza[9]. Pidamos que el Espíritu, nos ayude a comprender cómo en la Eucaristía se hace presente el Verbo de Dios hecho carne y se nos da en alimento en el sacramento de su Cuerpo y Sangre.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

24 de enero de 2021

+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería

 

[1] Francisco, Carta apostólica en forma “motu proprio” Aperuit illis (30 septiembre 2019), n. 8.

[2] Concilio Vaticano II, Constitución Dei Verbum [DV], n. 25a.

[3] DV, n. 25b.

[4] San Jerónimo, Comentario a Isaías (Prólogo): PL 24,17.

[5] «Oh, Dios, que concediste al presbítero san Jerónimo un amor suave y vivo a la Sagrada Escritura, haz que tu pueblo se alimente de tu palabra con mayor abundancia y encuentre en ella la fuente de la vida» Misal Romano: Oración colecta de la Memoria litúrgica de san Jerónimo.

[6] Cf. Biblia de Jerusalén. Nota a Mc 1,15.

[7] Benedicto XVI, Exhortación Verbum Domini, n. 56.

[8] San Jerónimo, In Psalmum 147: CCL 78, 337-338; San Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 635-636.

[9] Francisco, Carta apostólica en el XVI centenario de la muerte de san jerónimo Scripturae affectus (30 septiembre 2020).

Ilustración: Jesús y las Redes de Pedro. Radio Claret (Panamá) 

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