HOMILÍA DEL DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO

Lecturas bíblicas: Sam 3,3b-10.19. Sal 39,2-4.7-10 (R/. «Aquí estoy para hacer tu voluntad»). 1Cor 6,13c-15ª.17-20. Aleluya: Jn 1,41.17b: «“Hemos encontrado al Mesías”: la gracia y la verdad vinieron por medio de él». Jn 1,35-42.
Queridos hermanos y hermanas:
Después de ser bautizado Jesús fue al desierto llevado por el Espíritu donde fue tentado por el diablo antes de comenzar su vida pública. Hoy el evangelio nos dice que cuando Jesús regresó del desierto comenzó su ministerio público anunciando la llegada del reino de Dios y pidiendo la conversión de cuantos acuden a escuchar la Buena Nueva de Dios, el anuncio de la salvación (cf. Mc 1, 14-15). Señalado por Juan el Bautista, según hemos visto, como el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, dos de sus discípulos siguen a Jesús. Serán las primeras llamadas apostólicas del Señor, que la lectura del libro primero de Samuel que hemos escuchado nos ayuda a comprender.
El joven Samuel ha crecido en el templo de Silo, donde fue ofrecido por su madre Ana para servicio del templo, agradecida al Señor que le había concedido el hijo siendo ya mayor y estéril. Un día siente el joven Samuel cuando estaba ya acostado, siente a media noche que le llaman y cree que es el sacerdote del templo Elí. Samuel se levantó presuroso para acudir a la estancia de Elí, pensando que era él quien le llamaba. Samuel escuchó por tres veces la llamada, pero no era Elí quien le llamaba. Es importante notar que la narración dice que Samuel “no conocía todavía al Señor”, porque no le había sido revelada la palabra del Señor, que ahora le llama y le habla, comenzando así a recibir la palabra que Dios le encarga transmitir a su pueblo a lo largo de todo su ministerio profético. Por eso Elí, sacerdote del templo de Silo y juez de Israel, le dice a Samuel que, si vuelve a sentir esa llamada, debe disponerse a escuchar la palabra de Dios diciendo: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha» (1Sam 3,9).
En la lectura del evangelio de san Juan hemos escuchado que Jesús proclama la Buena Nueva, y el resultado de la palabra de Jesús es la llamada que experimentan sus dos primeros discípulos: Andrés, hermano de Simón Pedro, y según la tradición, también Juan. Son los dos discípulos que siguieron a Jesús, señalado por el Bautista como el elegido de Dios. Los dos se sintieron profundamente impactados por la palabra de Jesús y atraídos por su persona. El evangelista dice que, dejando los dos a Juan Bautista, del cual eran discípulos, siguieron a Jesús. La escena la describe el evangelista: «Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: “¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: “Rabí (que significa ‘Maestro’), ¿dónde vives?». Él les dijo: “Venid y lo veréis”. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima» (Jn 1,38-39).
Es necesario pararnos en esta escena y ver que Juan, en el último testimonio que dará de Jesús, comentará a propósito de su misión que él sólo es la voz que llama a escuchar la palabra del Elegido de Dios; él no es el Mesías, sino el que tiene por misión prepararle el camino. Por eso dice: «El que tiene la esposa es el esposo; en cambio el amigo del esposo, que asiste y lo oye, se alegra con la voz del esposo; pues esta alegría mía está colmada. Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar» (Jn 3,29-30). El bautismo de Juan es preparatorio, el bautismo de Jesús en el Espíritu Santo y el fuego es el definitivo. Juan señala ante sus discípulos a Jesús como como aquel que carga con los pecados del mundo, y cumpliendo con su misión, el Bautista orienta a sus seguidores al verdadero enviado del Padre.
Juan señala ante sus discípulos a Jesús como como aquel que carga con los pecados del mundo, y cumpliendo con su misión, el Bautista orienta a sus seguidores al verdadero enviado del Padre.
Entre los comentarios de los santos padres de la Iglesia antigua, san Juan Crisóstomo, refiriéndose a la misión de Juan como el amigo del esposo, dice con gran belleza que cuando Cristo fue señalado por Juan, Cristo no habló, sino que todo lo dijo el Precursor, mientras Jesús guardaba silencio: «Vino para desposar a la Iglesia, pero no dijo nada. Sólo estuvo presente (cuando acudió al Jordán para ser bautizado por Juan). Juan, haciendo oficio de amigo, tomó la diestra de la esposa, al confiarle con sus palabras las almas de los hombres. Y él [Jesús], tras haberlos acogido, los ligó tan estrechamente a sí mismo que ya no regresaron a aquel que se los había confiado»[1]. Así fue, en verdad, porque André y Juan, se quedaron con Jesús, después corrieron presurosos a decir a otros que habían encontrado al Mesías, para llevarlos a Jesús. Andrés y Juan eran discípulos del Bautista y se fueron con Jesús para quedarse ya con él.
En la evangelización se trata de llevar a Jesús, no de crear un grupo e incluso una comunidad en torno al predicador.
En la evangelización se trata de llevar a Jesús, no de crear un grupo e incluso una comunidad en torno al predicador. Quien anuncia a Jesús sólo es la voz mediante la cual llega la Palabra que se ha hecho carne a los que escuchan el mensaje, el anuncio de la salvación. Jesús es la Palabra que ha de ser acogida en el anuncio del predicador. Una reflexión que desarrollaron también los padres. Dice san Efrén: «La voz [Juan] no podía retener a sus discípulos junto a ella y les envió hacia el Verbo»[2]. También san Agustín tiene hermosos comentarios sobre Juan como voz que resuena, y Jesús que es el Verbo de Dios, el Hijo amado al que hay que acoger y escuchar. Juan dice de sí que es la voz del que clama preparar el camino al Señor, «no a mí, sino al Señor. Cuando yo grito le anuncio a él, puesto que la voz del heraldo significa la llegada del juez. Mas cuando llega aquel a quien yo anuncio y haya hallado descanso en vuestro corazón, “conviene que él crezca y yo, en cambio, mengüe”»[3].
Esta es la cadena de la evangelización: llevar a los otros a Cristo, hacer de él la razón del apostolado y de los compromisos con el bien de nuestro prójimo.
Los discípulos transmitieron su encuentro con Jesús: Andrés, hermano de Simón Pedro, dijo a su hermano: «Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús» (Jn 1,41). Esta es la cadena de la evangelización: llevar a los otros a Cristo, hacer de él la razón del apostolado y de los compromisos con el bien de nuestro prójimo. Si somos hermanos, lo somos en Cristo, porque sólo en él hemos llegado a ser hijos adoptivos de Dios por el bautismo. Cuando Cristo llega a la vida de una persona, cambia su existencia al orientarse plenamente por medio de Cristo al designio de Dios para la humanidad. Es lo que significa el cambio de nombre que Jesús dio con Pedro. Se llamaba Simón y le puso por nombre Pedro, porque el nombre tenía que expresar el cambio profundo de su vida y la misión a la que Pedro quedaba destinado: «Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro”)» (Jn 1,42b).
San Agustín comenta que «Pedro viene de piedra y piedra es la Iglesia; en el nombre de Pedro, pues, está figurada la Iglesia», para decir a continuación que si Cristo quiso edificar su Iglesia sobre la piedra que es Pedro, entonces conviene que todos los que llevamos el nombre de cristianos edifiquemos sobre piedra, para que cuando lleguen los temporales la casa de la Iglesia se mantenga firme sobre la roca. Todo el que está en la Iglesia o viene a ella debe tenerlo en cuenta: «¿De qué aprovecha que entre en la Iglesia quien quiere edificar sobre arena? Efectivamente, oyendo y no practicando, edifica, sí, pero sobre arena»[4]. Quienes están bautizados y no practican y se han alejado de la fe, edifican sobre arena, porque la Iglesia se levanta sobre la piedra que es Pedro y de la cual se sirve Cristo para levantar la Iglesia sobre el cimiento de Pedro y los Apóstoles. Se exige de los bautizados una conducta coherente con la profesión de su fe, que se expresa en la práctica cristiana.
Quienes están bautizados y no practican y se han alejado de la fe, edifican sobre arena, porque la Iglesia se levanta sobre la piedra que es Pedro y de la cual se sirve Cristo para levantar la Iglesia sobre el cimiento de Pedro y los Apóstoles.
Una importante ilustración de esta práctica cristiana la ofrece la lectura de la primera carta de san Pablo a los Corintios, al poner el acento en la necesidad de una vida casta, si queremos mantener el nombre de cristiano para definir a los bautizados. Por ello advierte que no cabe de ningún modo la fornicación en la vida del cristiano. Una práctica indeseable como la fornicación responde hoy a la cultura fuertemente erotizada de nuestra sociedad contemporánea, en la cual prima el placer como criterio de actuación. San Pablo advierte que quien comete pecado de fornicación peca en su propio cuerpo, es decir, en uno mismo, porque la composición de cuerpo y alma que es el ser humano es propiedad del Señor. Por eso, pregunta el Apóstol: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? El que se une al Señor es un espíritu con él […] ¿Es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios?» (1Cor 6, 35a.19).
Nuestra sociedad ha perdido la conciencia del valor espiritual del cuerpo y del destino trascendente del ser humano constituido en la unidad de cuerpo y alma. No tenemos cuerpo, somos cuerpo animado por el alma. El sometimiento de los jóvenes al espejismo del placer inmediato como criterio de actuación, quiebra la práctica de la castidad, que no es virtud que hayan de guardar sólo los jóvenes. La castidad ha de orientar también las relaciones íntimas entre los esposos. Hoy el abandono de la virtud de la castidad ha dado mayor campo de actuación a la prostitución, la pornografía y la trata de las personas, prácticas que amenazan tanto la educación integra de la juventud como las relaciones íntimas entre las personas adultas de ambos sexos. El lugar propio de estas relaciones en el plan del Creador es el matrimonio, y han de estar regidas por el principio fundamental de la dignidad de la persona humana, creada a imagen de Dios. La virtud de la castidad es virtud de todo cristiano en cualquiera de los estados de vida en que se encuentre, por ser virtud que enraizada en misma la dignidad de la persona que le confiere su condición espiritual y su destino trascendente.
La virtud de la castidad es virtud de todo cristiano en cualquiera de los estados de vida en que se encuentre, por ser virtud que enraizada en misma la dignidad de la persona que le confiere su condición espiritual y su destino trascendente.
Pidamos la intercesión de la Inmaculada Virgen María y de su castísimo esposo san José para que los niños reciban una educación sexual y afectiva orientada por la revelación divina, justo hoy que la Iglesia propone a los fieles la jornada de la infancia misionera. Pidamos que en esa misma luz los jóvenes sean educados para el amor conyugal que los oriente al matrimonio, institución divina tan agredida por una cultura hedonista. Que el encuentro con el Señor en la Eucaristía nos lleve todos a vivir la santidad que el Dios santo nos ha llamado a alcanzar por su gracia como vocación.
S.A.I. Catedral de la Encarnación
17 de enero de 2021
+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería
Ilustración. “Primeros discípulos de Jesús”. Imágenes para imprimir. Periódico de México.
[1] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de Juan 18,1-2): PG 59, 115.
[2] San Efrén de Nisibe, Comentario al Diatessaron 4,17: CSCO 137 (Scrip. Arm. 1), 56
[3] San Agustín, Sermón 293B, 2: Obras completas, t. XXV. Sermones 273-338, ed. bilingüe BAC (Madrid 2017) 257-258
[4] San Agustín, Tratados sobre el evangelio de san Juan (1-35), VII, 14: Obras completas, t. XIII, ed. bilingüe BAC (Madrid 2005) 172.