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HOMILÍA DEL DOMINGO DE RESURRECCIÓN

Lecturas bíblicas: 10,34a.37-43; Sal117,1-2.16ab-17.22-23; Col 3,1-4; Jn, 20,1-9

Queridos hermanos y hermanas:

«Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117,24). La resurrección de Jesús es la noticia que llena el corazón del hombre de esperanza. Dice san Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, vacía es nuestra fe, estáis todavía en vuestros pecados (…) ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron!» (1 Cor 15,14). El Señor vive para siempre y está presente en su Iglesia: es el anuncio evangélico que la Iglesia lleva al mundo, un anuncio que prolonga la predicación del kerigma, del anuncio de los Apóstoles. Es el anuncio de Pedro a la multitud de peregrinos, judíos y prosélitos, llegados a Jerusalén para celebrar la fiesta de Pentecostés: Dios ha resucitado a Jesús a quien ha acreditado ante vosotros -les dice- «con milagros, prodigios y signos», Dios lo resucitó porque Jesús es el ungido de Dios por el Espíritu Santo y «no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio» (Hch 2,22.25). Por eso, Pedro concluye su discurso: «Sepa, pues, con certeza todo Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (cf. Hch 2,36).

Este anuncio dirigido en principio a los israelitas se convertirá en anuncio que tiene una proyección misionera y, por eso mismo, un destino universal, porque Dios da a conocer a los Apóstoles que Jesús es Salvador de todos, no sólo de los judíos, sino también de los paganos. Por eso Pedro, poco después, pone de manifiesto en casa del centurión romano Cornelio, que le ha mandado llamar por inspiración del Espíritu Santo, que Jesús es el Salvador de todos, también de los paganos. Ante Cornelio y su casa, Pedro manifiesta cómo el mismo Espíritu le ha hecho ver el carácter universal de la salvación que Dios ha realizado en la muerte y resurrección de Jesucristo. Mientras Pedro está hablando, el Espíritu Santo descenderá sobre todos los presentes, discípulos circuncisos de origen judío y paganos como la familia de Cornelio. Dios ha resucitado a Jesús para salvación de todos y no hace distinciones. Dios es imparcial y «no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato» (Hch 10,35).

El discurso de Pedro presenta a Jesús como verdadero bienhechor de la humanidad conforme al designio de Dios, les recuerda a todos «cómo Dios le ungió [a Jesús]con la fuerza del Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Pedro les dice cómo, para dar a conocer lo acontecido con Jesús, Dios ha elegido de antemano a los testigos que así lo acreditan y son sus apóstoles y discípulos. No ha querido Dios mostrar a Jesús resucitado a todo el pueblo, sino a los testigos a quienes Jesús llamó para estar con él desde el principio y lo siguieron y comieron y bebieron con él (Hch 10,41; cf. Mc 3,13) . Son ellos los que han de anunciar que Dios resucitó a Jesús al tercer día de su ejecución ignominiosa en la cruz, que aconteció conforme al plan de salvación previsto por Dios, y a estos testigos a encomendado el mismo Jesús resucitado «predicar al pueblo dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos» (Hch 10,42). Así estaba predicho por los profetas y quienes acogen este anuncio de salvación y «creen en él (en Jesús), reciben por su nombre, el perdón de los pecados» (v.10,43).

Es lo que el evangelio de san Juan nos transmite con la noticia del sepulcro vacío, que sin duda procede de Jerusalén y da testimonio de que Jesús no ha sido retenido por el poder de la muerte, como dice la Escritura y Pedro así argumenta con el salmista: «Porque no me abandonarás en la región de los muertos, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción» (Sal 15,10). Ciertamente el sepulcro vacío no es un testimonio aislado, sino que está unido a las apariciones del Resucitado a sus discípulos. El evangelista da cuenta de que María Magdalena ha encontrado vacío el sepulcro, y Pedro y el discípulo a quien Jesús tanto quería, corren a comprobar lo que ella dice. El discípulo amado llega primero, es Pedro el que entra en primer lugar, sólo después entra el otro discípulo y se le abren los ojos ante la visión del sepulcro vacío. El discípulo amado comprende el alcance de lo verdaderamente sucedido: «vio y creyó, pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos» (Jn 20,8-9).

El testimonio de la resurrección encuentra así su mejor comprensión y alcance a la luz de lo prometido en las profecías, en la experiencia de las apariciones y ante el signo visible y externo del sepulcro vacío. La fe pone en relación todos estos hechos y alcanza la realidad del acontecimiento: ¡Jesús ha resucitado! Ha llegado la hora de anunciar que Jesús está vivo y está sentado a la derecha del Padre y vendrá a juzgar a vivos y muertos, porque Dios lo hay constituido Señor y Ungido (Mesías). Él es el Salvador del mundo, porque es el Redentor del hombre. Predicar a Jesús resucitado fue misión de los Apóstoles y es hoy misión e sus sucesores y tarea de toda la Iglesia.

¿Cómo podremos llevar este anuncio de salvación, que comunica la esperanza de la vida eterna a la humanidad de hoy y siempre? La evangelización es nuestra tarea. Es la tarea de la Iglesia, pero lo es de cada cristiano, de cada bautizado, llamado vivir la vocación a la santidad en este mundo nuestro hasta que Jesús vuelva. Es a lo que nos exhorta san Pablo, que dice a los Colosenses: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1).

Todos estamos hoy tentados a acomodarnos al mundo, a aspirar a los bienes de la tierra dejando preteridos y entre paréntesis los del cielo; pero es “de arriba” de donde procede el don supremo de la Pascua, el don de la redención que hace eficaz en nosotros el Espíritu santificador.  Sin el Espíritu nada podemos hacer, porque el Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo; y es el Espíritu el que hace presente a Cristo en la Iglesia y en nuestros corazones. Sin él no podemos ni recibir los dones de la salvación, porque es el Espíritu del Resucitado el que nos hace partícipes de la unción espiritual de Cristo, y es por el Espíritu Santo recibido en el bautismo y en la Confirmación como hemos sido hechos hijos de Dios y partícipes de la vida divina.

Anoche, en la vigilia pascual, catorce catecúmenos adultos recibían los sacramentos de la iniciación cristiana, para comenzar la vida nueva en Cristo. Quienes como ellos han hallado la amistad de Cristo y en el encuentro con él por la fe le saben vivo y presente en la Iglesia, necesitan nuestro testimonio, al tiempo que ellos nos ayudan a nosotros a renovar nuestra profesión de fe y vivir con coherencia nuestra condición de bautizados. Por eso, conviene que, renovadas en la Pascua las promesas de nuestro bautismo, busquemos las cosas de arriba, es decir, nos dejemos atraer por la vida divina, a la que hemos de aspirar movidos por la fe y, con la fuerza que recibimos de Cristo resucitado, con el Espíritu Santo que se nos ha dado, procuremos ahondar en la conversión al evangelio. Una conversión que alcance la vida familiar y profesional, y haga crecer en cada uno la preocupación por extender el evangelio en los ambientes en los que cada uno se encuentra. No será posible sin una coherencia de vida que acredite el testimonio que como bautizado en Cristo cada uno ha de dar al mundo de hoy.

Si así lo hacemos, como dice el Apóstol, sucederá lo que él anuncia: «Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis juntamente con él, en la gloria» (Col 3,4). Que nos ayude a alcanzarlo la Virgen Madre del Señor, que estuvo junto a la cruz de su Hijo y allí nos la dio Jesús para que la recibimos por madre nuestra.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

Domingo de Resurrección

1 de abril de 2018

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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