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HOMILÍA DEL DOMINGO DE RAMOS

Lecturas bíblicas: Procesión de palmas: Mc 11,1-10

                         Misa: Is 50,4-7; Sal 21,8-9.17-20.23-24;  Fil 2,6-11; Mc 14,1-15,47

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos proclamado esta mañana el evangelio que precede a la procesión de las palmas, para rememorar la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, en al cual la multitud le recibe como a aquel que viene como heredero de David. Los que aclaman a Jesús le saludan como «hijo de David» y, por ello, como al heredero prometido, al rey mesiánico que se sentará sobre el trono de David su padre, como le había profetizado Natán a David: «… yo afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas y consolidaré tu reino. Él me construirá una casa y yo consolidaré su trono para siempre. Yo seré para él padre y él será para mí hijo…» (1 Cr 17,11b-13a).

El evangelista san Juan nos informa de cómo quisieron aclamar rey a Jesús después de la multiplicación de los panes y los peces, pero Jesús rechazó la pretensión de la multitud y se alejó de ellos. Sin embargo, ahora vemos que se deja aclamar como al rey mesiánico prometido, el “hijo de David”. Los evangelistas dan cuenta del carácter mesiánico de aquel gesto profético de Jesús, entrando en Jerusalén como rey pacífico, según había profetizado Zacarías: «a lomos de un pollino hijo de borrica» (Za 9,9), mientras la multitud le aclama diciendo: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David. ¡Hosanna al Altísimo!»(Mc 11,10).

Hemos de retener esta escena, para entender mejor lo que sucedió después en el juicio que Jesús hubo de soportar, una vez que fue aprehendido en el huerto de Getsemaní por una patrulla enviada por los sumos sacerdotes para apresarle, y así poderle interrogar ente el sanedrín; y, finalmente, y llevarlo ante Pilato para que le condenara a muerte.

Hemos escuchado la lectura de la crónica evangélica de la pasión de Jesús, dramatizada por los tres lectores diáconos; y en ella, vemos que, después de informarnos sobre la preparación de la cena y narrar la institución de la Eucaristía, san Marcos da cuenta de la agonía de Jesús en Getsemaní y del prendimiento que precedió a la comparecencia de Jesús ante el sanedrín de Israel. La sesión del alto tribunal religioso de Israel se ha reunido con la intención predeterminada de llevar a Jesús a la muerte, se trata de acabar con él dándole muerte, pero necesitan testigos que acrediten que la muerte de Jesús será un acto de justicia.

Sin embargo, los testimonios no son concordes y el tribunal se ve en un aprieto, ni siquiera el testimonio de que Jesús ha hablado contra el templo resulta convincente. Por eso, contra lo usual, el Sumo Sacerdote se levanta y toma la palabra para preguntar sin ambages a Jesús si es el Cristo, el Hijo del Bendito. Jesús responde: «Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder venir entre las nubes del cielo» (Mc 14,62b). Con esta respuesta Jesús se identifica con el Hijo del hombre, del cual habla el profeta Daniel para referirse al ser divino que recibe del Padre el poder y el reino. Jesús se declara Hijo de Dios, y el Sumo Sacerdote y el sanedrín le acusan de blasfemo y le condenan a muerte.

A partir de aquí comenzará el camino hacia el Calvario que Jesús tendrá que recorrer una vez sea juzgado por el prefecto romano Pilato y entregado para ser crucificado, después de la cruel tortura y burla de los soldados que lo coronan de espinas. Jesús, según el evangelista san Marcos, había concitado contra él el odio de sus adversarios, que desde el principio se convierten en sus enemigos. Desde que aparece en la crónica del evangelio la polémica de los fariseos con Jesús porque curaba en sábado, ya está en acción la conspiración contra él. Desde el principio el evangelista ve en Jesús el justo acosado por los malvados, conforme lo habían predicho los profetas y lo vemos en Isaías y Jeremías, pero de manera igualmente muy viva en los salmos que describen las situaciones de angustia del justo ante el acecho de los malvados. Dice el salmista: «El impío espía al justo y pretende darle muerte» (Sal 37,32). Vemos al justo suplicando al Señor su defensa: «Mira que acechan vida, poderosos se conjuran contra mí» (Sal 59/58,4).

En el plan de matar a Jesús –dicen los comentaristas de san Marcos–­ se concluye definitivamente una intención presente desde el principio de la vida pública de Jesús (cf. Mc 3,6). La parábola de los viñadores homicidas deja a sus adversarios al descubierto y son conscientes de que Jesús la ha contado por ellos (Mc 12,12). Jesús se refiere a los viñadores que pretenden quedarse con la viña, maltratan y matan primero a los criados enviados por el dueño; y, finalmente, dan muerte al hijo con la pretensión de quedarse con la viña. Vuelve el evangelista sobre la intención de matar a Jesús que tienen sus adversarios, y precisa que «dos días antes de la Pascua, los sumos sacerdotes y los escribas buscaban cómo prender y dar muerte a Jesús» (Mc 14,1).

Nosotros que escuchamos ahora el relato de la pasión del Señor, hemos de meditarla para sacar fruto de la celebración de la muerte y resurrección de Cristo nuestro Redentor. Jesús carga sobre sí el castigo merecido por el pecado de toda la humanidad y aparece como el varón de dolores del que habla Isaías en los célebres cánticos del Siervo del Señor. Obediente hasta la muerte en la cruz, como dice san Pablo en la carta a los Filipenses, Jesús hace suyo el dolor inmenso del hombre herido por el pecado y destinado a la perdición. Es el anonadamiento, el hacerse nada de aquel que es, sin embargo, el Hijo de Dios, la afirmación central que destaca en el interrogatorio del sanedrín y razón de su condena; pues, al hablar así, Jesús se hace igual a Dios. Se ha identificado con el Hijo de Dios sentado a la diestra del Padre, tal como dice el salmista del Mesías y del Hijo del hombre: «Dijo el Señor a mi Señor: “Siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos un estrado de mis pies”» (Sal 110,1).

Jesús se abajó no reteniendo como un botín codiciable su condición divina, sino que, despojado de ella, como hemos escuchado en la carta de san Pablo, «se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Fil 2, 8). Su actitud es el ejemplo a seguir, porque nosotros tendemos a hacer lo contrario, a elevarnos sobre los demás. San Pedro nos coloca ante el modelo que tenemos en el Señor, exhortándonos a seguirle por el camino de la cruz, lo que sólo es posible si comprendemos el valor redentor de su dolor y no renunciamos a asociar nuestro dolor al de Jesús. Por eso dice el príncipe de los Apóstoles: «Cristo padeció por vosotros, dejándoos un modelo, para que sigáis sus huellas. Él no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca; insultado no respondía con insultos; en su pasión, no profería amenazas (…) Cargado con nuestros pecados, subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos par la justicia. Sus heridas nos han curado» (1 Pe 2,21-24).

Es el mismo mensaje que nos transmite san Pablo y hemos escuchado, al exhortar a los Filipenses a «tener los mismos sentimientos que Cristo» (Fil 2,5). Jesús es el modelo que nos ha dado el Padre para seguir su ejemplo, ya que en la humillación que merecen nuestros pecados, asumida con conciencia de pecadores y con voluntad sincera de ser sanados de nuestras heridas en las heridas de Jesús, está la razón de la exaltación que Dios reserva para cuantos se humillan; es decir, la exaltación sólo puede ser obra de Dios, que la cumple en quienes se reconocen pecadores y necesitados del perdón y de la misericordia de Dios. Lo dijo el mismo Jesús a la multitud de sus seguidores, exhortándoles a no ocupar los primeros puestos y colocarse por encima de los demás: «Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 14,11).

Que la celebración de la muerte y resurrección de nuestro Señor nos ayude a progresar en una honda conversión a Dios y al seguimiento de Cristo como discípulos y testigos suyos. Que la Virgen María, Madre del Redentor interceda por nosotros, para que podamos seguir a Jesús y unir nuestros sufrimientos a los suyos y, superando las dificultades de la vida, llegar a ser mejores y capaces de dar nuestra vida por nuestros hermanos. Como lo hicieron los santos y los mártires del siglo XX de Almería, de cuya beatificación hoy se cumple el primer aniversario. Que ellos se asocien a María para interceder por nosotros.

S.A. I. Catedral de la Encarnación

25 de marzo de 2018

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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