HOMILÍA DEL DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Lecturas bíblicas: Dt 4,32-34.39-40; Sal 32,4-6.9.18-20.22; Rm 8,14-17; Mt 28,16-20
Queridos hermanos y hermanas:
Después de haber celebrado la cincuentena pascual, que llegaba a su término con la solemnidad de Pentecostés, celebramos hoy la solemnidad de la Santísima Trinidad. Los cristianos tenemos una idea de Dios que no alcanza el hombre por la razón natural, sino que, por pura gracia, Dios mismo ha revelado a los hombres su vida íntima y su designio de salvación.
Por medio de la razón natural podemos alcanzar un cierto conocimiento de Dios: su existencia y sus principales atributos, como su trascendencia, bondad. Podemos llegar a razonar como por ser Dios la realidad más consistente es la verdad plena; y podemos concluir con buena argumentación que Dios es fundamento de la moralidad del obrar humano, conforme a la ley moral inscrita en nuestro corazón y, por eso mismo, en Dios tiene su razón de ser la conciencia moral con la que distinguimos el bien del mal, y que gobierna nuestras acciones.
El apóstol san Pablo recrimina la mala conducta de los hombres que, pudiendo haber conocido a Dios por la luz natural de la razón, no lo han conocido, no le han dado gloria y hacen el mal. El apóstol condena esta conducta dando razón del juicio gravemente negativo que pronuncia: «Pues lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables» (Rm1,19-20).
Sin embargo, Dios no ha querido abandonar al hombre a su mala conducta, que le ha alejado de él. Dios, en su bondad y misericordia, ha querido salir a su encuentro, revelándole su amor por la humanidad, origen de la creación y motivo de la redención. El amor de Dios nos ha creado y su misericordia infinita nos ha redimido por medio de Cristo. Para comunicar al hombre este amor y misericordia, Dios se eligió un pueblo para que fuera interlocutor de la humanidad ante él; y lo que dice la primera lectura de hoy es que este Dios, bueno y misericordioso, se dio a conocer al pueblo de su elección, a los israelitas nuestros padres. Haciéndolo así, el hombre llegó a conocer a Dios por experiencia viva de Él. Por eso Moisés pudo preguntarles: «¿Hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido? (…) Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro» (Dt 4,33.39).
Es en la historia de nuestra salvación donde Dios se da a conocer y lo hace mostrando quién es a través de lo que hace por ellos: eligió una nación por pura gracia y cuando los hebreos venidos a Egipto, los descendientes del patriarca Jacob, fueron esclavizados por los egipcios, por medio de Moisés, Dios los condujo a la libertad; y dice el libro sagrado que Dios lo hizo «porque amó a tus padres y eligió a su descendencia después de ellos, te sacó de Egipto con mano fuerte y brazo poderoso…» (Dt 4,37). Los atributos de Dios que destacan en la narración bíblica son su amor gratuito y su omnipotencia al servicio de la libertad y del bien del pueblo elegido. De esta forma muestra Dios su santidad, no tratándoles como merecen sus pecados y deserciones, pues dice de ellos que son «un pueblo de dura cerviz» (Sal 94,10), prestos para desobedecer y tentar a Dios.
Todo el Antiguo Testamento da testimonio de este Dios todopoderoso y lleno de misericordia, al que mueve el corazón de padre que tiene, que es creador de todo lo que existe y ama cuanto ha hecho y nada odia (cf. Sb 1,14; 2,23). La Escritura afirma así, junto con la bondad de Dios su unicidad: Dios es único «y no hay otro» (Dt 4,39). La Escritura afirma con contundencia la unicidad de Dios y, por tanto, el monoteísmo divino, pero en Cristo Dios se ha revelado, al tiempo que Dios único, como comunión de tres divinas personas que son de la misma naturaleza divina y no rompen la unidad del único Dios.
En ello consiste el gran misterio de Ser divino que confesamos en la fe: Dios es uno y trino. La liturgia de este domingo celebra el misterio del Dios que es amor interpersonal, en cuyo seno de Padre es engendrado el Hijo antes del tiempo y de la creación del mundo, que es su Palabra y su fuerza, eterno como el Padre. Hemos conocido esta generación del Hijo en el seno del Padre, porque el Hijo eterno de Dios se hizo hombre por nosotros en Jesús; y por Cristo hemos conocido que el amor que el Padre le tiene y el amor que Hijo tiene al Padre es el origen del Espíritu Santo desde toda la eternidad. Como recitamos en el Credo, el Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad, que «procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria». El apóstol san Pablo afirma del Espíritu Santo que es él quien da origen a la vida de los hijos de Dios y la sostiene y lleva a término. Es el Espíritu santificador que, viniendo a nosotros, da testimonio de que somos hijos por adopción; y nos ayuda a invocar a Dios como ¡Abba, Padre! (Rm8,15).
El Espíritu Santo, que recibimos inicialmente en el bautismo completa en nosotros sus dones mediante la Confirmación, y viendo a nosotros transforma nuestro interior: venimos así a ser edificados «templo santo en el Señor» (Ef2,21) por la fe, gracias a la predicación del Evangelio; y así nos convertimos en «morada de Dios por el Espíritu» (Ef 2, 22). Dice Jesús: «Si alguno me ama, mi Padre lo amará y cendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). El Espíritu Santo por la Confirmación nos inserta con mayor perfección en Cristo y transforma nuestra realidad interior a semejanza del Hijo de Dios, porque enseña san Pablo que «somos hechura suya: creados en Cristo Jesús» (Ef2,10). El Espíritu Santo es el artífice de nuestra asimilación a Cristo, en quien hemos sido creados, bendecidos, elegidos y hechos hijos adoptivos de Dios (cf. Ef 1,3.4.5).
El Espíritu Santo nos une a Dios por medio de Cristo, dándonos a conocer quién es Jesús de verdad como Hijo de Dios, redentor y salvador nuestro. Es así como hemos de anunciar al mundo que somos salvados en Jesucristo, y hemos de cumplir su mandato misionero, prolongando el anuncio que confío a los apóstoles, como hemos escuchado en el Evangelio: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,20).
Hemos sido enviados a dar a conocer al Dios y Padre que se nos ha revelado en Cristo, Creador de todo cuanto existe y redentor nuestro: «el Padre todopoderoso que envió al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los hombres su admirable misterio» (Misal romano: Oración colecta de la solemnidad de la Santísima Trinidad). Misterio que se nos ha revelado como Amor eterno e inacabable, que se da en la comunión de las tres divinas Personas, comunión a la que Dios nos llama, ofreciendo a la humanidad la felicidad inacabable de su amor, participando de la vida divina.
La vida eterna comienza ya en la vida terrena si por la fe nos adherimos al Evangelio de Cristo y, movidos por el Espíritu Santo, recibimos la gracia de los sacramentos en la comunión de la Iglesia. Dios nos congrega en Cristo para vivir como miembros de su cuerpo en la Iglesia, que es su cuerpo del cual Cristo es la Cabeza.
Tenemos el modelo en la Virgen María, en quien «el Espíritu Santo realiza el designio benevolente del Padre» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 723) al dar virginalmente a luz al Hijo de Dios. El Espíritu Santo preparó a María y la hizo “llena de gracia” para que por la fe acogiera la Palabra hecha carne en su seno y la ofreciera al mundo (CCE, n. 722). Que la Virgen María acompañe a los catecúmenos que hoy reciben los sacramentos de la iniciación cristiana, interceda por los confirmandos y venga en nuestra ayuda, para que vivamos cumpliendo los mandamientos de Dios; y para que, mediante nuestro testimonio y nuestras obras, permanezcamos todos en la Iglesia en la comunión del Dios Trino y Uno, y esta comunión se extienda a todos los hombres nuestros hermanos.
Iglesia de la Sagrada Familia
Almerimar-El Ejido, 27 de mayo de 2018
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería