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HOMILÍA DEL DOMINGO DE LA INFRAOCTAVA DE LA NAVIDAD

Fiesta de la Sagrada Familia

Lecturas bíblicas. Eclo 3,3-7.14-17ª. Sal 127,1-5 (R/. «Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos»). Col 3,12-21. Aleluya: Col 3,15a.16a (v. «Que la paz de Cristo actúe de árbitro…»). Lc 2,22-40.

Queridos hermanos y hermanas:

El domingo de la infraoctava de la Navidad es la fiesta de la Sagrada Familia, y nos invita a prestar la atención que demanda la palabra de Dios; ella ilumina el misterio del amor que da origen a la familia y sostiene la vida de todos sus miembros. La sagrada Escritura nos llama al respeto y consideración que los padres han de merecer de sus hijos, porque por lógico principio: «Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la prole sobre los hijos» (Eclo 3,2). Los padres son procreadores de los hijos y éstos les deben la vida, que dimana del amor conyugal de los padres. La verdadera religión —enseñan los profetas y los autores sapienciales— tiene una dimensión social insoslayable, sin ella el culto está vacío, dice Isaías. Entre los deberes que la revelación divina establece para con el prójimo el cuarto mandamiento de la ley incluye la honra del padre y de la madre, verdadera piedra angular de la religión bíblica (cf. Ex 20,12; Dt 5,16). Amar a los padres exige esta honra reconociendo en ellos la autoridad que Dios mismo les ha otorgado sobre la prole. Este amor lleva consigo la capacidad de excusa y perdón de sus defectos por parte de los hijos. En recompensa el hijo recibe la bendición de sus padres.  Es muy expresivo el texto del libro de los Proverbios: «A quien maldice a su padre y a su madre / se le apagará la lámpara en la oscuridad» (Prov 20,20)[1].

Amar a los padres exige esta honra reconociendo en ellos la autoridad que Dios mismo les ha otorgado sobre la prole. Este amor lleva consigo la capacidad de excusa y perdón de sus defectos por parte de los hijos.

Esta honra de los padres por los hijos incluye la asistencia en su ancianidad y debilidad: «Hijo mío […], aunque flaquee su mente, ten indulgencia, no lo abochornes mientras viva» (v. 3,13). Conforme a la mentalidad de la antigua alianza, el respeto al padre alarga la vida, y a quien honra a su madre, el Señor le escucha (vv.  6-7). La asistencia a los padres, sobre todo en la vejez, es éticamente tan valorada que ni siquiera puede ser canjeada por el sostenimiento del culto. Jesús denunció con energía esta conducta que raya en la hipocresía a propósito del mandamiento de honrar padre y madre, que los adversarios de Jesús tratan de saltar con pretextos religiosos: «Pero vosotros decís: “Si uno dice al padre o a la madre: ‘Los bienes con que podría ayudarte son ofrenda sagrada’, ya no tiene que honrar a su padre o a su madre”. Y así invalidáis el mandato de Dios en nombre de vuestra tradición» (Mt 15,5-6).

Cuando María y José presentaron a Jesús en el templo, para cumplir el rito de la purificación de María, conforme a la ley de Moisés; y para rescatar a Jesús, que como todos los varones primogénitos debían ser ofrecidos al templo, según la práctica de la ofrenda de un par de tórtolas o dos pichones, ocurrió el encuentro con el anciano Simeón y la profetisa Ana, del cual nos informa san Lucas en el evangelio del día. Al encontrar a los padres de Jesús presentándole en el templo, Simeón prorrumpe en la oración de acción de gracias a Dios, porque, guiado por el Espíritu Santo e inspirado por él, se le ha permitido ver a aquel que «ha sido presentado ante todos los pueblos» y es «luz para alumbrar a las naciones, y gloria de Israel» (Lc 2,31-32). Simeón tomó en brazos al Niño Jesús y recitó el canto del Nunc dimitis, que seguimos recitando al concluir cada día la liturgia de las Horas. Este himno expresa la fe de quien ve de modo providencial cumplida su esperanza. También la profetisa Ana, así reconocida por su santidad de vida y su constante recitación de la palabra de Dios y de las alabanzas, da gracias a Dios al contemplar al niño Jesús en brazos de sus padres.

Jesús es reconocido por los justos Simeón y Ana, ambos han vivido de esta esperanza y reciben de Dios su recompensa al ver al niño con sus padres en el templo de Jerusalén.

El acontecimiento nos muestra de qué manera insospechada la fe en las profecías encuentra su cumplimiento en la presentación a Israel y a las naciones de aquel en cuya espera ha encontrado aliento y sentido toda la historia de la salvación. Jesús es reconocido por los justos Simeón y Ana, ambos han vivido de esta esperanza y reciben de Dios su recompensa al ver al niño con sus padres en el templo de Jerusalén. Simeón ve en Jesús al Salvador, y exclama: «luz para ilumina a las naciones y la gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32). En el cántico del anciano la historia de la salvación se abre, como profetizó Isaías, a los gentiles, a las naciones todas de la tierra, afianzando el carácter universal de la salvación que trae Jesucristo. La gloria de Israel se manifiesta en la misión universal del Jesús.

Nacido bajo la ley, para rescatar a los que vivían a ella sometidos, como dice san Pablo, Jesús por medio de sus padres cumple las condiciones de la ley y, así unido a la ley del pueblo elegido, nos libera de la ley. En el cumplimiento de la ley por la Sagrada Familia se manifiesta todo el alcance de la encarnación del Verbo de Dios. Es el mismo Dios quien así lo ha querido en su designio universal de salvación, y ha hecho de la familia la comunidad de amor en la que el Hijo de Dios viene a nacer en el mundo. La familia es asociada a la acción creadora de Dios al transmitir la vida a los hijos y, por medio de ella, los hijos son integrados nen la comunidad humana. Conforme al plan del Creador, la familia se funda en el matrimonio, en la unión de un hombre y una mujer, porque Dios los hizo varón y mujer, y el mismo Cristo lo confirmó (cf. Mt 19,4-9; cf. Gn 1,23-24.27).

A la luz de la revelación, que eleva cuanto la naturaleza nos permite ya establecer como ley de vida, la sucesión de las generaciones en la cual todos venimos al mundo nos debe hacer pensar en los fundamentos de la fraternidad: sólo Dios es el verdadero y único padre de la gran familia humana, y todos los hombres somos hermanos (cf. Mt 23,8-9). Por eso, de Dios «toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3,15), porque sólo Dios es Padre, y la fraternidad tiene su fundamento en el que es Padre común, que ha asociado a su paternidad a los padres, que son asociados a la acción creadora de Dios al dar la vida a los hijos.

Algo que nos hace pensar de manera especial este año en los abuelos, que la sociedad de hoy no puede aislar de la comunidad familiar y social. Al ámbito de la familia se hallan también vinculados los progenitores de los esposos, los abuelos, los cuales ven prolongados en los hijos de sus hijos la bendición divina (cf. Sal 128,6), para que así en la sucesión de las generaciones todos los nacidos de mujer vivan la inserción plena en la humanidad como gran familia de los hijos de Dios.

Como dicen los Obispos de la Subcomisión de la Familia, los ancianos son, en verdad, tesoro de la Iglesia y de la sociedad. La cifra altísima de ancianos que han sido víctimas de la pandemia han muerto la mayoría de ellos en la soledad en la que los situaban unas duras circunstancias de aislamiento, a fin de evitar el contagio de la enfermedad.

Como dicen los Obispos de la Subcomisión de la Familia, los ancianos son, en verdad, tesoro de la Iglesia y de la sociedad. La cifra altísima de ancianos que han sido víctimas de la pandemia han muerto la mayoría de ellos en la soledad en la que los situaban unas duras circunstancias de aislamiento, a fin de evitar el contagio de la enfermedad. Esta situación les ha impedido incluso la despedida de sus hijos y nietos, lo que nos debe hacer reflexionar, si queremos vivir humanamente. Hemos de hacerlo, si queremos ayudar a nuestros padres ancianos a vivir como merece su esfuerzo y su contribución a la cadena de la vida, y en suma al sostenimiento de la sociedad, que ellos han hecho posible con la entrega generosa y sacrificada. Los abuelos contribuyen siempre de forma singular a mantener unidas las generaciones familiares y son una fuente de experiencia y consejo, su singular relación con los nietos aporta a la unidad familiar un apoyo humanamente muy valioso. El acompañamiento que los ancianos hacen de los nietos ayuda a la transmisión de la fe, cuando los padres, alejados de la Iglesia —algo que hoy sucede tan frecuentemente— ya no son catequistas de sus hijos.

Pidamos a la Sagrada Familia de Jesús, María y José la necesaria unidad de los miembros de una familia, imitando sus virtudes para que de esta manera los lazos del amor ayuden a la felicidad de la comunión entre los miembros que la forman, y se proyecte hacia los demás en la caridad.

S.A. I. Catedral de la Encarnación

27 de diciembre de 2020

+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería

 

[1] Cf. comentario a Eclo 3,1-16 en Nuevo comentario bíblico San Jerónimo. Antiguo Testamento (Estella 2005), n.32:16.

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