Homilía de la Vigilia del Sábado Santo

Lecturas bíblicas: Gn 1,1-31; 2,1-2; Sal 103, 1-2.5-6.10.12-124.24 y 35; Gn 22,1-18; Sal 15,5.8-11; Ex 14,15-15,1; Sal 15,1-6.17-18; Ez 36,16-28; Sal 41,3-5; 42,3-4; Rm 6,3-11; Sal 117,1-2.16-17.22-23; Aleluya ; Mt 28,1-10
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos hecho memoria de la pasión y muerte del Señor en este Triduo Pascual que culmina con la Vigilia que estamos celebrando, para conmemorar el triunfo de Cristo sobre la muerte. Termina el Sábado Santo y en este día de meditación esperanzada hemos guardado el silencio en el que se sume la Iglesia ante la sepultura de su Señor. Duerme como en tálamo nupcial el Esposo de la Iglesia, que por amor al mundo ha hecho suyas nuestra vida y muerte. Sepultado entre los muertos, ha bajado a los infiernos a liberar las almas de los santos y justos que esperaban la justicia de Dios. Poniendo los pies sobre el madero de la cruz, Jesús salva el abismo que nos separa del reino de los muertos y llegando al sheol, nombre que los judíos daban a la morada de los muertos.
Duerme como en tálamo nupcial el Esposo de la Iglesia, que por amor al mundo ha hecho suyas nuestra vida y muerte. Sepultado entre los muertos, ha bajado a los infiernos a liberar las almas de los santos y justos que esperaban la justicia de Dios.
Esta morada no es un lugar, sino un estado de las almas tras la muerte que, según la doctrina de la fe, fue un estado compartido por el alma de Cristo en el “seno de Abrahán”, al que el alma del Redentor llevó la noticia de la salvación, de la liberación esperada por las almas de los santos y de los justos de la humanidad muertos antes de Cristo. Es lo que recitamos con el Credo de los Apóstoles cuando decimos que Cristo descendió a los infiernos. Así, la primera carta de san Pedro puede decir que «hasta los muertos ha sido anunciada la Buena Nueva» (1 Pe 4,6).
La sagrada Escritura habla con imágenes que nos ayudan a comprender que la muerte de Jesús alcanza de modo universal a todos los que han muerto en la misericordia de Dios, y como tales se salvan en Cristo. La noche de la Cena Jesús anuncia a los discípulos: «llega la hora (ya estamos en ella), en que todos los que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán» (Jn 5,25). Este pasaje deja en claro que la salvación, por su universalidad, alcanzará del mismo modo a todos cuantos mueren, si oyen la voz del Hijo de Dios. Cristo ha triunfado sobre la muerte aniquilando el señorío del diablo como señor de la muerte. Cristo, muerto y resucitado, es el señor de la vida y ahora, resucitado de entre los muertos, «tiene las llaves de la muerte y del abismo» (Ap 1,18)[1].
En esta noche santa ha brillado la luz de la resurrección de Cristo, iluminando la oscuridad del mundo cuando salió del sepulcro triunfante sobre la muerte. El lucernario con el que hemos comenzado esta celebración nos introduce en la contemplación del misterio por el que el mundo se ilumina: la resurrección de Cristo. Todas las lecturas de la sagrada Escritura que hemos escuchado en esta noche, madre de todas las vigilias, han ido desgranando el progreso de la historia de la salvación acontecida en el tiempo, hasta llegar a la obra redentora (opus redemptionis) de Cristo que son su muerte y resurrección gloriosa. Hemos seguido el curso de la historia de la salvación desde la creación del mundo a la recreación en Cristo del hombre nuevo, por ello la oración del sacerdote después de haber cantado el salmo recita: «que tus redimidos comprendan cómo la creación del mundo en el comienzo de los siglos no fue obra de mayor grandeza que el sacrificio pascual de Cristo en la plenitud de los tiempos»[2].
Ya en los primeros tiempos de la alianza de Dios con Abrahán, aparece una de las grandes figuras de la muerte redentora de Cristo en el sacrificio de Isaac. Luego hemos entrado de lleno en la segunda Alianza de Dios con el pueblo de la elección en la narración del paso del Mar Rojo por los israelitas a pie enjuto. Esta lectura del libro del Éxodo nos ofrece la figura del bautismo, sacramento de la fe, donde los creyentes entran místicamente en las aguas bautismales y emergen de ellas purificados, y configurados con la muerte y resurrección del Señor. Realidad sobrenatural vivida bajo la figura sacramental del bautismo, en la que profundizará san Pablo en la carta a los Romanos, que hemos escuchado en la epístola. El salmista canta el himno de los salvados en las aguas del Mar Rojo, el cántico de María, y el sacerdote suplica en la oración conclusiva: «Te pedimos que los hombres del mundo lleguen a ser hijos de Abrahán y miembros del nuevo Israel»[3].
Con la lectura del profeta Ezequiel sobre la promesa de la nueva Alianza, se nos anuncia la transformación interior mediante el espíritu de Dios, que inscribirá los mandamientos en el corazón de los hombres. Jesús se refirió al Espíritu de Dios como agua viva que en ríos mana del interior del que cree y llega hasta la vida eterna (cf. Jn 7,38). Acabada la lectura de la epístola hemos cantado el Aleluya, que retorna a las celebraciones de la Misa en esta noche pascual, una vez acabada la Cuaresma.
Esta noche a causa de la pandemia no podremos celebrar ningún bautismo, que se posponen para más adelante, ojalá dentro del tiempo pascual, pero la bendición del agua y la aspersión nos dispondrá a continuación a renovar las promesas de nuestro bautismo
El evangelio según san Mateo es el anuncio de la resurrección del Señor. Las santas mujeres contemplan el sepulcro vacío y al ángel que ha corrido la piedra del sepulcro y les dice: «No está aquí: Ha resucitado, como había dicho» (Mt 28,6). La escena es introducida por un fuerte temblor de tierra a la bajada de un ángel que deja fuera de sí a los centinelas, y confiere carácter sobrenatural al acontecimiento de la resurrección que le anuncia a las mujeres. El ángel les muestra el sepulcro vacío y envía a las mujeres a decirlo a los discípulos. Son ellos los que deben saberlo de inmediato y por eso deben ir «a prisa a decir a los discípulos: Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, como os dijo» (Mt 28,7). Galilea es el escenario de la manifestación pública de Jesús en sus comienzos, el lugar de la llamada a los discípulos y la elección de los Doce. Jesús no se aparecerá ya a sus discípulos en Jerusalén, sino en Galilea. Ciertamente, no son las mujeres las destinatarias del mensaje, sino las transmisoras del mismo a los discípulos, pero han quedado implicadas y hechas copartícipes de lo sucedido y lo deben anunciar[4].
En esta vigilia los catecúmenos llegan a la meta de su recorrido después de su catecumenado, en el que durante dos años han sido introducidos en la doctrina de la fe, en la moral cristiana y en la alabanza, la oración de súplica y en la acción de la gracia en los sacramentos que van a recibir. Esta noche a causa de la pandemia no podremos celebrar ningún bautismo, que se posponen para más adelante, ojalá dentro del tiempo pascual, pero la bendición del agua y la aspersión nos dispondrá a continuación a renovar las promesas de nuestro bautismo, para proseguir después con la Eucaristía, culmen de la vigilia.
El anuncio del pregón pascual con el que abríamos la celebración, lo experimentamos hecho realidad sacramental en el encuentro con Cristo resucitado presente en el altar, que nos entrega su Cuerpo y Sangre, en los cuales se contiene nuestra salvación. Jesús es el Señor de la vida que nos entrega la prenda de la vida eterna con el alimento de su cuerpo y Sangre. El Resucitado vive en su Iglesia e impulsa su misión.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
11 de abril de 2020 Sábado Santo
+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería
[1] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 632-635.
[2] Misal Romano: Vigilia pascual. Oración conclusiva de la primera lectura (Gn 1,1-31; 2,1-2).
[3] Oración conclusiva de la tercera lectura (Éx 14,15-15,1).
[4] U. Luz, El evangelio según san Mateo, vol. IV. Mt 26-28 (Salamanca 2005) 521-522 y 533.