HOMILÍA DE LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA

Lecturas bíblicas: Is 60, 1-6. Sal71,2.7-8.10-13 (R/. «Se postrarán ante ti, Señor, todos los reyes de la tierra»). Ef 3,2-3a.5-6. Aleluya: Mt 2,2 («Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo»). Mt 2,1-12.
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos la solemnidad de la Epifanía del Señor, la manifestación del nacido en Belén como Salvador de todos los pueblos y naciones de la tierra. Jesús ha venido para todos, es el Mesías de Israel y es el Salvador universal de la humanidad. Dios ha revelado en él su designio de salvación universal, porque por medio de él caerá la división de los pueblos y ya no habrá distinción entre judíos y gentiles (Gál 3,28). Si la fiesta de la Natividad del Señor se centraba en el acontecimiento histórico de la encarnación de la Palabra, en el revestimiento de nuestra carne del Verbo de Dios, la fiesta de la epifanía del Señor proyecta sobre el mundo el designio de salvación universal de Dios por medio de Jesucristo. Jesús es manifestado a los pueblos y naciones del mundo representados en los magos, y al ser bautizado en el Jordán por Juan Bautista es revelado por el Padre como su Hijo amado. Finalmente, al convertir el agua en vino en Caná de Galilea y al llamar a los discípulos a seguirle, al comienzo de su vida pública se revela ante ellos como aquel el enviado por Dios y esperado por Israel. Estas tres manifestaciones son contenidos de la epifanía del Señor, que la Iglesia celebra también en la fiesta del Bautismo de Cristo y en el domingo siguiente, segundo del tiempo ordinario del año.
Si la fiesta de la Natividad del Señor se centraba en el acontecimiento histórico de la encarnación de la Palabra, en el revestimiento de nuestra carne del Verbo de Dios, la fiesta de la epifanía del Señor proyecta sobre el mundo el designio de salvación universal de Dios por medio de Jesucristo. Jesús es manifestado a los pueblos
Entre los símbolos que encontramos en las lecturas del profeta Isaías que durante el Adviento y en este tiempo de Navidad destaca el símbolo de la luz. El nacimiento del Mesías es contemplado por el profeta como luz que ilumina la oscuridad de la historia de Judá y de Jerusalén, en la cual se recapitula el pueblo elegido (Israel y Judá). El profeta no aplica esta iluminación mesiánica tan sólo al pueblo de las promesas, sino al conjunto de los pueblos de la tierra, para los cuales la luz de la salvación llega por medio de Israel. La luz que ilumina la oscuridad del dominio asirio sobre el pueblo elegido abre al conjunto de pueblos y naciones de la tierra la misión de salvación que Dios ha confiado a su pueblo. La luz del que iluminará al pueblo de Dios alcanzará también a las naciones sumidas en la oscuridad. Esta luz que brilla para Jerusalén alcanzará a disipar las tinieblas que oscurecen el mundo. El Señor amanece sobre su pueblo y su gloria aparece sobre Israel y «los pueblos caminarán a su luz y los reyes al resplandor de su aurora» (Is 60,3).
El universalismo de la profecía es creencia que se consolida después del destierro, una vez retornados los israelitas de la cautividad. Los expertos en la sagrada Escritura ven en estos capítulos de Isaías que han sido abolidas las restricciones que encontramos en libros más antiguos (cf. Dt 23,2-9), donde se limita la salvación de modo terminante a sólo los judíos. Dios acepta en su pueblo a cuantos vengan a la fe de Israel y cumplan la ley de Moisés, acudan al Templo de Jerusalén, convencidos por fe de la misión de salvación universal que Dios ha confiado al pueblo elegido. La salvación de Israel alcanzará a los prosélitos de todas las naciones, que podrán incorporarse a las asambleas del culto junto con los israelitas.
La carta a los Efesios confirma la misión universal de Jesús, al presentar san Pablo su misión como mandato de Cristo, para que por medio de la predicación manifieste a los gentiles el misterio que él ha conocido por revelación y que «no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los Gentile son coherederos, miembros del mismo cuerpo, y partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio» (Ef 3,5-6). La salvación llega por la predicación del Evangelio a todos los pueblos y san Pablo ha sido llamado por Cristo para el ministerio apostólico, llamado para dar a conocer la universalidad de la salvación como «servidor del Evangelio» (v. 3,7). Palabras de san Pablo que iluminan el significado de la fiesta de la epifanía del Señor.
Sin duda alguna que el pasaje de Isaías que hemos leído ha influido sobre la redacción del evangelio de san Mateo que hoy hemos proclamado. El evangelista contempla la peregrinación de los pueblos a Jerusalén, a donde llegarán trayendo con el corazón rebosante de alegría como ofrendas los tesoros de occidente y de oriente, porque las naciones confluirán en la meta de la peregrinación. Los pueblos del occidente llegarán por mar y su lejanía es tan grande que el profeta menciona Tarsis, en el confín del mundo conocido, tal vez en el límite terrestre de Tartessos en Iberia, donde se abre la tierra al horizonte del gran océano. Dice el profeta: «Son navíos de las costas que esperan, en cabeza las naves de Tarsis, para traer a tus hijos de lejos, para traer su plata y su oro, en homenaje al Señor, tu Dios…» (Is 60,9-). Refiriéndose a los pueblos orientales el profeta dice que la ciudad santa será inundada camellos y dromedarios que vienen con los tesoros y las riquezas de las naciones de Arabia (cf. Ez 27,22): Madián y Efá, los habitantes de Saba, que traen incienso y oro (Is 60,6).
Son los dones que los magos de Oriente ofrecieron a Jesús. El incienso de Saba era utilizado en la ofrenda sacrificial que oficiaban los sacerdotes por turnos en el Templo de Jerusalén (cf. Jr 6,20). Estas ofrendas inspiran los dones que los magos de Oriente ofrecen al niño por el que preguntan a Herodes, diciéndole que han visto brillar su estrella y vienen a rendir homenaje al que ha nacido, al rey de los judíos. La narración evangélica dice que, una vez llegados a la casa donde estaba, «vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra» (Mt 2,11). Son los dones que simbolizan las ofrendas de las naciones conforme a las profecías, y que los padres de la Iglesia antigua interpretaron místicamente: el oro, símbolo de la realeza, es ofrecido a Jesús reconocido como rey mesiánico (cf. Nm 24,17; Is 49,23; 60,5-6); incienso, ofrecido a la divinidad de Jesús; y mirra, don por la pasión y muerte del Redentor del mundo[1].
Son los dones que simbolizan las ofrendas de las naciones conforme a las profecías, y que los padres de la Iglesia antigua interpretaron místicamente: el oro, símbolo de la realeza, es ofrecido a Jesús reconocido como rey mesiánico (cf. Nm 24,17; Is 49,23; 60,5-6); incienso, ofrecido a la divinidad de Jesús; y mirra, don por la pasión y muerte del Redentor del mundo[1].
La visión del rey mesiánico tiene en los salmos una expresión convertida en oración del pueblo elegido, súplica que implora la llegada del rey ante el que se han de postrar las naciones (Sal 72,1-2.10-11). Con el paso del tiempo el fervor de la Navidad ayudaría a transformar a los magos en reyes, como hoy les denominamos a aquellos que acudieron a adoraron a Jesús, en los que vemos representados los pueblos de la tierra como en los pastores que acudieron al refugio de Belén representan al pueblo elegido. No es fácil distinguir la historia de los elementos del género literario de la narración evangélica.
No obstante, podemos decir que no es inverosímil que los magos responden a un perfil nada extraño en la antigüedad, siempre que se entienda por ellos estudiosos de las estrellas y sabios indagadores de la verdad de la filosofía y de la religión, hombres abiertos y esperanzados que bien podían haber conocido oráculos religiosos como el que encontramos en el libro de los Números, referido al destino de Judá, hijo de David, el oráculo del profeta Balaán: «Lo veo aunque no para ahora, / lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel» (Nm 24,17). No tiene mucho sentido buscar qué tipo de fenómeno astronómico representa la estrella de Belén, porque lo que de verdad importa a san Mateo de este oráculo es el destino mesiánico de Judá, de cuya tribu es el rey David, del cual Jesús en Belén de Judá, que es según el evangelio de san Mateo el verdadero heredero y rey mesiánico, conforme a lo que había dicho el profeta Miqueas: «Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo Israel» (Mt 2,6).
Aunque no podamos conocer la realidad histórica de forma concreta, lo importante es que, al igual que en los pastores se hallaba figurado el pueblo de Israel, los magos son prefigurados los hombres de todos los pueblos y naciones que, en marcha ininterrumpida a lo largo de los siglos, han llegado a Cristo movidos por el claroscuro de las religiones y la indagación de la razón. Todos ellos han peregrinado hacia Cristo, meta de la búsqueda de salvación, y en esta peregrinación han sido iluminados por la “estrella de Jacob”, por el designio de Dios para el pueblo de Israel, pues «de ellos [los israelitas] procede Cristo Jesús según la carne; el cual está por encima de todo, Dios bendito por los siglos. Amén» (Rm 9,5). Israel es la tierra donde Cristo tiene su enraizamiento como hombre verdadero. Jerusalén es meta de una inmensa peregrinación de las naciones a Cristo y los magos son figura de esta marcha hacia la salvación que Dios ha querido que pase a toda la humanidad por medio de Israel, «porque la salvación viene de los judíos» (Jn 6,22). El papa Benedicto lo dice de este modo: «Los magos representan el anhelo interior del espíritu humano, la marcha de las religiones y de la razón humana al encuentro de Cristo»[2]. También el papa Benedicto nos recuerda a todos que, frente a la divinización de los cuerpos celestes por las religiones orientales, el judaísmo sólo contempló en esos cuerpos lumbreras del cielo creadas por Dios y colgadas de la bóveda celeste. El niño Dios ha venido para que no dependamos de realidades creadas divinizadas, sino para que sepamos que todas ellas le están sometidas, porque todas fueron creadas en él y en él tienen su consistencia[3].
Jesús nos descubre la naturaleza creada del mundo universo, diferente de Dios, que es trascendente al mundo. El reino de Dios no es de este mundo, como pensaba el cruel rey Herodes, al que los magos hubieron de burlar para «regresar a su tierra por otro camino» (Mt 2,12), para no ser interceptados por los agentes del rey Herodes, cuya obsesión por aferrarse al poder le empujaba a «buscar al niño para matarlo» (v. 2,13), viendo en Jesús una amenaza para su trono.
El evangelista ha compuesto un relato evangélico inspirándose en las profecías bíblicas sobre el nacimiento del Mesías y poniendo de relieve cuál es la razón de su venida, la motivación divina de la aparición del Hijo de Dios entre los hombres como Salvador del mundo. Los magos nos invitan a acoger con humildad y gratitud hoy como ellos entonces al que Dios envió a rescatarnos del poder del mal y de la muerte. A propósito de cómo se dejaron guiar los magos por la estrella que los llevó hasta el Rey del cielo y de la tierra, dice San León Magno: «La docilidad de los magos a esta estrella nos indica el modo de nuestra obediencia, para que, en la medida de nuestras posibilidades, seamos servidores de esa gracia que llama a todos los hombres a Cristo»[4]. Llenos de gozo por haber sido agraciados con el nacimiento de Cristo, hemos de sentirnos llamados y enviados a anunciarlo al mundo y contribuir con la misión de la Iglesia a que Jesús sea proclamado a todos los pueblos y naciones como su redentor y salvador. Testimonio y misión que hemos de llevar a cabo ayudados por María la Madre de Jesús y de la Iglesia, madre de los discípulos del Señor, pues ella acompaña nuestra misión y testimonio de Cristo con su maternal cuidado.
Tengamos hoy presentes en nuestra oración a los niños del mundo: a los que viven en los países de tradición cristiana, a los que, como sucede entre nosotros, viven una jornada de Reyes con ilusionada inocencia y alegría, mientras hay millones de otros niños que no conocen el gozo de la venida de Jesús ni reciben los regalos que los hagan felices. Tengamos presentes las desventuras de la infancia en todas partes y el sufrimiento que soportan tantas veces causado por el mal de los adultos. Tienen necesidad de amor y la evangelización ha de aportarles con el conocimiento de Jesús el cuidado que les proporcione el calor del afecto y la educación que los ayude a crecer en gracia como Jesús niño ante Dios y los hombres como personas llenas de dignidad.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
6 de enero de 2021
+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería
[1] Cf. San Pedro Crisólogo, Sermón 160: PL 52, 620-622, cf. Breviario Romano: Lectura del Oficio y Antífona del Benedictus del 7 enero.
[2] Benedicto XVI, La infancia de Jesús (Barcelona 2012) 102.
[3] Ibid., 105-107.
[4] San León Magno, Sermón 3 en la Epifanía del Señor, 1-3.5: PL 54,240-244 (vers. de la Liturgia de las Horas).
Ilustración. Adoración de los Reyes Magos. Anónimo. Óleo sobre lienzo Siglo XVIII. Palacio Episcopal de Almería