HOMILÍA DE LA MISA DE DIFUNTOS POR LOS FALLECIDOS A CAUSA DE LA PANDEMIA DEL COVID-2019

Lecturas bíblicas: Lam 3,17-26; Sal 22, 1-6 (R/. El Señor es mi pastor, nada me falta);Rm 6,3-9; Aleluya: Jn 6,39 (V/. Esta es la voluntad de mi Padre…);Jn 6,37-40
Queridos hermanos sacerdotes;
Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades civiles y militares;
Familias de los fallecidos durante la pandemia;
Miembros de los cuerpos sanitarios;
Queridos hermanos y hermanas:
Nos reúne esta tarde la celebración de la santa Misa en sufragio de las almas de cuantos nos dejaron y fallecieron acosados por la enfermedad infecciosa de esta pandemia tan insidiosa de la Covid-19. Nadie hubiera podido imaginar en los primeros momentos de su aparición un desarrollo tan letal como el que esta pandemia traería consigo, sin que podamos dar por terminado su paso cuando nos encontramos de nuevo con la amenaza de su presencia recidiva en la población. Los cincuenta y tres fallecidos en nuestra provincia se suman a los miles fallecidos en toda España, alcanzando más de seiscientos mil en todo el mundo hasta donde la cuenta regulada de las cifras nos permite conocer su alcance.
La pandemia que sufrimos ha provocado reacciones de diverso género en las personas y las sociedades, y consecuencias sociales y económicas cuya amplitud aún nos es desconocida. La consecuencia, sin embargo, de esta enfermedad más importante es sin duda de orden moral, porque ha provocado sentimientos de frustración grande en nuestras sociedades avanzadas, no sólo en las que necesitan mayor desarrollo y justicia, tienen la fragilidad de los seres humanos que las componen. Estamos constatando que una pandemia no es cosa de las sociedades del pasado, porque sigue siendo realidad de nuestros días, orientados como estamos a la búsqueda compleja y a veces también ilusoria del bienestar y el éxito de nuestros proyectos y empresas, convencidos como estamos de las posibilidades que le abre al ser humano el desarrollo científico y tecnológico que hemos alcanzado.
No debemos abandonar la imagen real de nosotros mismos, partícipes de la común condición humana que nos acompaña desde nuestros orígenes primordiales. El hombre es criatura de Dios y por eso es grande, porque fue creado a su imagen y semejanza, pero desde su mismo origen el hombre está amenazado por la muerte y su condición no ha variado, nuestra fragilidad de criaturas no puede ser sorteada y la muerte fija para cada generación los límites que lleva consigo nuestra condición de criaturas.
La revelación divina y así leemos en la sagrada Escritura: «Dios no hizo la muerte, ni se alegra con la destrucción de los viviente. Él lo creó todo para que subsistiera» (Sb 1,13-14). Y añade todavía: «Pues Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser, pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo y la experimentan sus secuaces» (Sb 2,23-24). El autor sagrado se refiere más que a la muerte biológica, a su trágica consecuencia del pecado como alejamiento de Dios, que es la fuente de la vida. La revelación nos descubre no sólo la finitud de nuestra vida, sino que estamos marcados por el pecado desde el origen, porque los hombres pecaron desde el principio. El pecado lleva consigo la muerte eterna, el alejamiento definitivo de Dios, porque le arrebata al hombre la esperanza en la misericordia divina y acrecienta el temor. Lo sabe bien el autor del libro de las Lamentaciones que acabamos de escuchar dejándonos un lamento desgarrador: «Me han arrancado la paz y ni me acuerdo de la dicha; me digo: se me acabaron las fuerzas y mi esperanza en el Señor» (Lm 3,17).
Sin embargo, la palabra de Dios es una palabra de esperanza y de vida, porque «Él no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27). Sucede que cuando la existencia pierde todo sentido y se convierte en una obsesión la oscuridad, si el hombre sigue creyendo en Dios, la plegaria se convierte en una demanda de justicia ante él: «Fíjate en mi aflicción y en mi amargura, en la hiel que me envenena; no hago más que pensar en ello y estoy abatido» (3,19-20). Entonces acontece lo inesperado y brilla de nuevo la luz de la fe iluminando el sufrimiento del hombre: «Pero hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza: Que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión; antes bien, se renueva cada mañana» (3,21).
Sin duda ninguna, con esta esperanza, aunque en la terrible soledad de la pandemia, han muerto la mayoría de cuantos han tenido que afrontar la última hora con conciencia de una muerte cierta ocasionada por este virus insidioso, sobre todo el colectivo de personas mayores, que ha llevado la peor parte, generaciones educadas en la fe de la Iglesia y sinceramente cristianas. Los sentimientos religiosos de la mayoría del país son realidad, sean o no practicantes y estén más o menos alejados de la Iglesia, a pesar del secularismo ambiental, promovido a veces por minorías intolerantes so pretexto de neutralidad religiosa.
Ante la desgracia, que pone en evidencia nuestra frágil naturaleza y la condición de pecadores, que a todos nos alcanza, el autor sagrado apela a la esperanza en Dios, que nunca defrauda, porque Dios es siempre fiel: «El Señor es bueno para los que en él esperan y lo buscan; es bueno esperar en silencio la salvación del Señor» (3,25-26). Justo con el desengaño de la vida como experiencia límite se afianza la fe en el poder de Dios y en su infinita bondad. Es lo que el salmista recita en presencia del Señor y así hemos respondido nosotros a la lectura sagrada: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 22,1).
Hemos de pasar por las cañadas oscuras de la muerte, pero la firme esperanza de no caer en el vacío refleja la verdad profunda en la que se asienta nuestra vida: que Cristo Jesús ha vencido a la muerte y ha conquistado para cuantos creen en él la vida eterna, pasando por las cañadas oscuras de la muerte. No deja de ser paradójico que, al perder la fe en la vida eterna como participación de la vida de Dios, oigamos expresiones ansiosas pero desafortunadas para salvar la despedida de los seres queridos, a los que muchos se dirigen ubicándolos en un “donde quiera que estés”. Ciertamente, los muertos no están en las estrellas ni suspendidos en el vacío de los espacios siderales. Si no hay Dios, los muertos no estarán en ninguna parte, sólo si hay Dios y un juicio personal en su divina presencia, entonces sí vivirán para siempre en Dios, si le son perdonados los pecados; y Dios perdona si se lo pedimos arrepentidos de cuanto hicimos mal en la vida, porque nos creó para la vida. Por eso es oramos por los difuntos, fijos nuestros ojos en Cristo resucitado y la vida eterna.
San Pablo predicaba que la vida del cristiano es configuración con la muerte y la resurrección de Cristo y de ellas nos hacemos partícipes por medio del sacramento del bautismo, que marca para siempre nuestra vida. La configuración con Cristo incluye los sufrimientos, la enfermedad y la muerte, que no hemos de ocultar, sino integrar en la vida del hombre sobre la tierra. Por eso enseña el Apóstol de las gentes, como hemos escuchado, que la experiencia del dolor y el paso por la muerte hacia la vida eterna es parte del proceso de crucifixión de nuestra condición de pecadores, y concluye: «Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muerte más; la muerte ya no tiene dominio sobre él» (Rm 6,8-9).
Aspiramos al bienestar necesario, estamos obligados a hacerlo, tal como lo reclama la dignidad de la persona; y éste es un compromiso al que no podemos renunciar. La fe no nos distrae de la preocupación por la vida terrena y los problemas que lleva consigo la mejora de la sociedad y el legítimo progreso, pero mantengamos la fe firme en que «si se desmorona nuestra morada terrenal, tenemos una mansión eterna en el cielo en el cielo» (Misal Romano: Prefacio de difuntos I). Hoy nos falta esta fe en la vida eterna, a la que necesitamos llegar limpios de pecado, con la esperanza puesta en la misericordia de Dios que no se acaba y quiere para el pecador una vida de felicidad sin fin. Tengamos presentes las palabras de Jesús que hemos escuchado en el evangelio: «Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no se pierda ninguno de los que me dio, sino que lo resucite en el último día» (Jn 6,39). Con su gloriosa resurrección de entre los muertos Jesús ha acreditado su mensaje y su persona como enviado del Padre. Él es la luz que ilumina las tinieblas de nuestra vida y el pastor bueno que nos conduce a pastos abundantes. En Jesús Dios nos ha llamado a la resurrección y la vida que no acaba. Son grandes imágenes que revelan la persona divina y la misión de Jesucristo como Salvador universal.
Rezamos por los muertos para que no se pierda ninguno de los que murieron en Cristo, ni ninguno de aquellos cuya fe sólo Dios conoció mientras vivieron, porque sólo Dios conoce el corazón y la bondad que alberga en él. Los encomendamos a la misericordia divina, sabiendo que Cristo murió por cada uno de los seres humanos, y jamás nadie ha podido pronunciar las palabras de Cristo como Redentor universal: «Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (6,40).
Ofrecemos la santa Misa, que hace presente sobre el altar el sacrificio de Cristo por los vivos y los difuntos, encomendando de modo especial a cuantos han muerto en nuestra provincia, que forman parte de los muchos miles fallecidos en nuestra nación y en todo el mundo.
Que el Señor rico en misericordia los haya acogido en su regazo. Que la Virgen María con su maternal intercesión los haya acompañado al encuentro con Cristo glorioso y participen para siempre en la vida de Dios.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
29 de julio de 2020
+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería