HOMILÍA DE LA MISA DE CONSAGRACIÓN DEL ALTAR DE LA CAPILLA DE LA ASUNCIÓN DE NUESTRA SEÑORA DE LA CATEDRAL DE LA ENCARNACIÓN
Lecturas bíblicas: Gén 28, 11-18;Sal 83, 3-5.10-11; 1 Cor 10,16-21; Mt 5, 23-24
Queridos capitulares del Excmo. Cabildo Catedral;
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Abrimos de nuevo esta capilla antigua del Sagrario que hemos remodelado como nueva capilla de la Asunción de Nuestra Señora con la voluntad de hacer justicia a su última remodelación histórica llevada a cabo por nuestro venerado predecesor el Obispo D. Alfonso Ródenas García. Fue este benemérito Prelado quien afrontó en los años cincuenta la rehabilitación y equipamiento de este volumen tipo cajón, que construyó en el siglo XVII el obispo franciscano Fray Juan de Portocarrero para capilla del Santísimo Sacramento. La construcción fue posteriormente ampliada en el siglo XVIII y destinada a acoger la que fue en su día parroquia del Sagrario.
Tras la contienda civil española, la persecución religiosa había dejado tras de sí no sólo el derramamiento de la sangre de los mártires, sino también el martirio de las cosas santas. Don Alfonso Ródenas hizo posible su nueva apertura en los años cincuenta, que estuvo marcada por el acontecimiento religioso de mayor significación para la Iglesia Católica en los primeros años cincuenta del siglo XX, como fue la definición dogmática de la Asunción de la Santísima Virgen en cuerpo y alma a los cielos.
La rehabilitación de la capilla supuso la construcción por Jesús de Perceval de un nuevo retablo pensado por nuestro Predecesor para albergar la bella imagen de la Asunción de la Virgen, talla anónima de singular elegancia y ascensional dulzura, que hoy vuelve a su lugar, donde debe hallarse, en razón de la última ordenación histórica y amueblamiento de la capilla realizada en aquellos años. Todo en la capilla fue concebido para dar contexto a la imagen, incluidas las pinturas marianas de su bóveda, obra de Juan Ruiz Miralles representando la Inmaculada Concepción de la Virgen y su divina maternidad. Completan la obra pictórica la representación de los evangelistas, que iluminan las pechinas que sostienen la bóveda que, a modo de palio mariano cubren el altar que hoy consagramos.
Las imágenes de san José y san Fernando que la acompañan en el retablo llenan un vacío, que sólo imágenes del corte estilístico de un retablo concebido para ellas pueden ocupar sus hornacinas. La imagen de san José, esposo de la Virgen María y padre adoptivo de Jesús, es talla del rumano Cosmin Moldovan y Alfonso Sabalete, de los talleres de Santarrufina de Madrid. Esta imagen del santo patriarca, custodio de la Sagrada Familia, bajo cuyo patrocinio está la Iglesia y las vocaciones sacerdotales, viene a sustituir algunas ejecuciones de calidad menor y poco significativas, llenando un importante vacío en la imaginería catedralicia.
La imagen de san Fernando pertenece al patrimonio artístico de la Catedral, aunque ha requerido aquella restauración que hacía necesaria su deterioro en el tiempo transcurrido desde 1956, año en que salió de la gubia de su autor, el escultor granadino Daniel Gutiérrez Ruiz. San Fernando Rey, cuyo reinado supuso el avance definitivo de la reconstrucción cristiana de los reinos de España contra la dominación musulmana, es el gobernante cristiano, generoso y lleno de piedad para con sus adversarios y enemigos, ejemplo de príncipes. San Fernando es, por esto mismo, modelo del compromiso temporal de un laicado responsable, justo cuando está configura un orden jurídico en Europa que requiere el empeño sin complejos de líderes cristianos; no para instaurar un orden confesional, sino para contribuir a una ordenación de la sociedad justa y al mismo tiempo abierta a la trascendencia, que reconozca en el ejercicio de una auténtica la libertad religiosa la aportación del cristianismo al desarrollo humano y espiritual de nuestras sociedades modernas.
La hermosura de todos estos elementos viene hoy a acrecentarse por la cesión de las pinturas de la singular pintora almeriense Carmen Pinteño, que imaginando en color expresionista e indaliano los misterios gloriosos del santo Rosario, orlan la imagen de la Asunción de Nuestra Señora. Quiero agradecer vivamente esta valiosa aportación al patrimonio de la Catedral, que prolonga en él la continuidad en modernidad evidente el mecenazgo de la Iglesia al servicio de la proclamación del anuncio de la salvación y la instrucción catequística en los misterios de la fe.
En esta capilla se halla además temporalmente las imágenes titulares de la Hermandad del Prendimiento, en espera de que llegue a término la excelente rehabilitación emprendida por la Hermandad de su domicilio social, donde el oratorio, presentado en el proyecto original en el Obispado y aún inconcluso, será lugar propio para veneración de estas valiosas imágenes titulares de la ya tradicional y muy querida Hermandad y Cofradía del Prendimiento, con domicilio canónico en la Catedral desde hace años. Estas imágenes tan amadas por sus devotos dan un tenor espiritual propio a esta capilla que hoy reabrimos al culto.
En este marco, de gran hermosura, los ritos sagrados alcanzan una expresividad propia y median sacramentalmente la acción del Espíritu Santo. La bendición de las sagradas imágenes del retablo evoca el trasunto trascendente que representan: la protección que Dios en su designio confío a san José se ha tornado en razón de su glorificación y su cometido celestial de permanente intercesión por la familia de los hijos de Dios que es la Iglesia; y la constante intercesión que los santos realizan unidos al único Mediador, Cristo Jesús, en nuestro favor, al mismo tiempo que la consumación ejemplar de su vida estimula la imitación de Cristo en cuantos peregrinamos en la tierra.
La bendición del ambón pone en uso cotidiano la acción litúrgica de proclamación de la Palabra de Dios, para que sea esta Palabra la que acreciente nuestra fe y labre así nuestra salvación. A la bendición del ambón ha sigue la dedicación o consagración del nuevo altar, un sacramental de gran expresividad y belleza, acción sagrada que habilita para el uso litúrgico la pieza fundamental de un presbiterio: la piedra que representa a Aquél que es la piedra angular de la Iglesia, piedra prefigurada en la piedra levantada como estela por Jacob, que, según el relato del Génesis, se había servido de ella como almohada mientras vivenciaba el sueño en el que recibió palabras de revelación, que le anunciaban que Dios mismo estaba en aquel lugar con él, donde «una escalinata apoyada en la tierra tocaba con la cima el cielo; y ángeles de Dios subían y bajaban por ella» (Gn 28,12).
Porque Dios estaba con él, nada debía temer, Dios mismo garantizaba las promesas hechas a Abrahán y a Isaac. Dios le dijo: «Tú descendencia será tan numerosa como el polvo de la tierra… Por ti y tu descendencia todos los pueblos de la tierra serán benditos» (Gn 28,14). Dios estaba con Jacob, pero el Dios de Jacob es irreductible y no es manipulable, sólo cabe fiar en él, poner la fe en él y reconocer con humildad que su divina trascendencia supera la humilde medida humana; y sin embargo Dios estaba allí, conmoviendo la emoción y los sentimientos de la criatura. Jacob exclamó al despertar: «Qué terrible es este lugar; no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo» (Gn28,17).
El templo cristiano sigue siendo el lugar sagrado donde el hombre se encuentra con Dios, aunque lo es como sacramento del templo de Dios que es la humanidad de Jesús, en quien «habita la plenitud de la divinidad» (Col 1,19). Él es, en verdad, la morada de Dios con los hombres y el sacramento primordial de su presencia en el mundo de los hombres.
Hoy consagramos con el santo Crisma esta piedra de altar, al igual que Jacob ungió la piedra que levantó como estela para señalar la presencia sagrada de Dios. Cristo, que nos ha hecho a nosotros partícipes de su unción, hace que nuestra unción, por la acción del Espíritu Santo, prolongue nuestra propia unción en este altar que sacramentalmente representa a Cristo. Somos piedras vivas del templo de Dios levantado sobre Cristo piedra angular, y el mismo Espíritu que ungió a Jesús nos ha hecho a nosotros partícipes de la unción real del Ungido del Señor. Así, ungido este altar que hoy dedicamos se convierte al derramar sobre él el santo Crisma en representación sacramental de Cristo, para que podamos celebrar sobre él la Eucaristía, y colocar en él el pan que es comunión en el cuerpo de Cristo y el vino de la salvación que, por la acción del Espíritu Santo, es comunión en la sangre de Cristo, como dice el Apóstol a los Corintios (1 Cor 10,16).
Este pan y este cáliz realizan la comunión en Cristo que consuma nuestra comunión con Dios y con nuestros hermanos, pues «aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque todos comemos del mismo pan» (1 Cor10,17). No podemos por ello pretender dar culto agradable a Dios, si no incluimos en nuestra comunión con Dios al prójimo, si nuestra ofrenda pierde sentido por carecer de aquel amor a nuestros hermanos que media el testimonio del amor de Dios, que hemos dar ante los hombres, porque «el que ama al amor al prójimo ha cumplido la ley» (Rom 13,8). Por eso, la ofrenda que ponemos sobre el altar y que es comunión en el cuerpo y sangre de Cristo exige de cada uno de los comulgantes aquel amor al prójimo en el cual se expresa el amor a Dios.
Que así lo creamos y así lo practiquemos, para que nuestro culto no sea nunca un culto vacío y, por manos del sacerdote, pueda unir la ofrenda de nuestra vida que es presentada a Dios en la acción eucarística, en la cual por manos del sacerdote es posible a todos los bautizados ejercer el sacerdocio real del pueblo sacerdotal.
Que nos conceda profesarlo con sincera coherencia la santísima Virgen María, que asunta a los cielos y coronada de gloria resplandece junto a Jesús resucitado como el sol en el reino celestial.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
11 de noviembre de 2017
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería