Homilías Obispo - Obispo Emérito

HOMILÍA DE LA MISA CRISMAL

Lecturas bíblicas: Is 61,1-3a.6a.8b-9; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21

Queridos hermanos sacerdotes y diáconos; religiosas y fieles laicos;

Hermanos y hermanas en el Señor:

Con la Misa crismal, tradicionalmente celebrada en la mañana del Jueves santo, culmina la Cuaresma, este tiempo particularmente sacramental que nos ha preparado espiritualmente para la celebración del Triduo pascual, que comienza con la Misa «in Cena Domini», que se ha de celebrar en la tarde del Jueves santo, misa que de ningún modo se debe adelantar a la mañana.

La Misa crismal es la expresión litúrgica de la misma naturaleza sacramental de la Iglesia, de la cual dimanan las acciones sacramentales mediante las cuales se nos hace partícipes de la salvación. En esta misa vamos a bendecir el óleo de los enfermos y el óleo de los catecúmenos; y vamos a consagrar el santo Crisma, con el cual sellaremos el bautismo de los infantes hasta que reciban el sello definitivo de la Confirmación. Este sacramento lo reciben los adultos que vienen a la fe seguidamente después del Bautismo en la misma celebración. Con el santo Crisma ungiremos las manos de los presbíteros y la cabeza del Obispo en su ordenación. A la consagración de los renacidos del agua y del Espíritu Santo y a los ungidos con el óleo sagrado de la salvación asociaremos las cosas santas: la nueva iglesia, donde se reúne la asamblea cristiana para la proclamación de la Palabra de Dios y la celebración de los sacramentos de la fe; y el altar, donde se celebra el sacrificio eucarístico, mesa del banquete donde se reparte la vida de Cristo como manjar de vida eterna.

El evangelio que hemos escuchado de san Lucas nos dice que Jesús se aplicó a sí mismo el anuncio profético de Isaías que presentaba la misión del profeta como portador de un mensaje de salvación y buena nueva. Justo para esta misión descrita por el profeta Isaías, Jesús es ungido interiormente por el Espíritu. Esta misión es destinada a un pueblo en reconstrucción, que se lleva a cabo por la acción misericordiosa de Dios, misión «para dar la Buena Noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados… para consolar a los afligidos» (Is 61,1-2); misión que anuncia que Dios cancela los delitos mediante el indulto divino al tiempo que restaña las heridas, y trae la libertad a los cautivos y oprimidos. Esta acción que el profeta hace suya, habilitado por la unción del Espíritu es contemplada como anuncio de aquella misión divina para la que el Espíritu Santo habilitó a Jesús en el bautismo en el Jordán por manos de Juan Bautista; y de ella dio cuenta Jesús mismo en la sinagoga de Nazaret: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21).

A esta unción de Jesús son asociados los catecúmenos: cuantos niños o adultos reciben el bautismo y la confirmación, sacramentos de la iniciación cristiana, que habilitan para el sacramento plenitud de esta iniciación la recepción de la Eucaristía, integrando a los neófitos en la comunión eucarística. Mediante la unción sacramental son asociados a la unción de Cristo y habilitados para el ejercicio del sacerdocio común de los fieles, los cuales por medio de esta unción «quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo» (LG, n. 10). En virtud de este sacerdocio, los fieles se ofrecen a sí mismos asociando su ofrecimiento al de Cristo, único sacerdote. Ejercitan de este modo existencialmente su sacerdocio, dando testimonio de Cristo y «razón de nuestra esperanza», y asociándose a la ofrenda eucarística que se realiza por manos de los ministros ordenados en el sacramento del Altar.

En la Misa crismal se manifiesta de modo especial la unidad de la Iglesia particular en torno al Obispo, principal ministro de la comunión en la Iglesia, al que se unen los presbíteros y los diáconos; pues, como enseña el Vaticano II: el Obispo ha recibido el ministerio de la comunidad, y con él sus colaboradores, los presbíteros y los diáconos (cf. LG, n.20c). La particular comunión que ha de darse entre el Obispo y los presbíteros se funda en que por medio del Obispo se transmite el sacerdocio de Cristo, que los presbíteros reciben en orden a la santificación de los fieles.

El Obispo es «el administrador de la gracia del sumo sacerdocio» (Oración de consagración del Obispo en el rito bizantino del Euchologion to mega), sobre todo mediante la celebración de la Eucaristía, que él celebra o manda celebrar a los presbíteros (cf. LG, n. 26). Sería contraria a la misión confiada por el Obispo a los presbíteros que alguno pretendiera regir una comunidad y ejercer el ministerio de la santificación al margen del ministerio y de la autoridad apostólica del Obispo.

El que hoy, queridos sacerdotes, estamos reunidos en torno al altar concelebrando esta misa crismal, porque en ella tenemos la expresión de la común participación del ministerio de santificación de Jesucristo, sumo y eterno sacerdote. En esta misa en la que consagramos el santo Crisma, con el que fuimos ungidos en nuestra consagración sacerdotal, la gracia de nuestra ordenación vivifica y activa en nosotros la renovación del ejercicio del ministerio sacerdotal que desempeñamos para edificación del pueblo de Dios; y que los presbíteros reciben por medio del ministerio del sumo sacerdocio del Obispo. Esta renovación del ministerio sagrado se ha convertido para vosotros como para mí, queridos sacerdotes, en tarea permanente, ciertamente es así, pero hoy tiene para todo el presbiterio de nuestra Iglesia una particular experiencia de gracia en esta misa que incluye la renovación de vuestras promesas sacerdotales.

Recordad el fervor con que recibisteis la ordenación sacerdotal y el gozo que inundó vuestra vida puesta al servicio de los hombres «en las cosas que se refieren a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Hb 5,1). La exhortación de la ordenación sacerdotal de los presbíteros recuerda las cosas que se refieren a Dios diciendo: los presbíteros son configurados con Cristo por la ordenación uniéndose al sacerdocio de los obispos, «para predicar el Evangelio, apacentar al pueblo de Dios y celebrar el culto divino, principalmente el sacrificio del Señor» (Pontifical Romano: Exhortación en la Ordenación de los presbíteros). No podréis llevar a cabo vuestro ministerio sin una respuesta de amor a Cristo, en fidelidad a la vocación a la que fuisteis llamados por él. Tened presente que la salud espiritual del clero edifica al pueblo de Dios, que espera ver en vosotros el ejemplo de santidad sacerdotal, que estimula la llamada de Cristo a la santidad:  y en aquella forma que les haga sentir y ver en vosotros ministros de Cristo.

Como ministros de la unidad de la Iglesia estáis llamados a promover la comunión de la Iglesia diocesana en torno al Obispo, siguiendo la exhortación de san Ignacio de Antioquía, que dice cómo la armonización del colegio presbiteral con el Obispo ha de ser igual que la armonización de las cuerdas de una lira. El santo obispo mártir pone particular énfasis en afirmar que el acuerdo y concordia en el amor que deben existir en el colegio presbiteral es como un himno a Jesucristo (cf. San Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 2,2-5-2).

El aislamiento en el ejercicio del ministerio pastoral conduce a situaciones reales de cisma, y quien así procede deja de estar referido al centro de la comunión eclesial para comportarse, en palabras reiteradas del Papa Francisco, de forma autorreferencial. La concordia en el amor se manifiesta en la obediencia, que acrecienta la comunión, rechazando rumores infundados que hoy se difunden con tanta facilidad y crean un clima de discordia, dando lugar a injusticias cometidas contra las personas y las instituciones que tienen difícil reparación.

Nuestro ministerio es servicio colegial a la obra de redención y santificación de Cristo, «que nos amó y nos ha librado de nuestros pecados por su sangre y nos ha convertido en un reino de sacerdotes de Dios, su Padre» (Ap 1,5b-6). Auxiliados por los diáconos, ministros de la palabra y de la caridad del Padre, los sacerdotes hemos de llevar el Evangelio de la vida a nuestros contemporáneos que han dejado de creer en Jesucristo, apartándose de la Iglesia, para atraerlos a la comunión eclesial. Dice la primera carta de san Juan que el anuncio de Jesucristo está dirigido a las personas que no lo conocen y no lo han recibido, para que también ellos estén «en comunión con nosotros; y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3).

Estamos llamados a una tarea de la evangelización, en la que el testimonio de los laicos, sostenidos por la predicación y la caridad de la Iglesia, necesita ser fortalecido con el ejemplo de los pastores y la plegaria recíproca de unos por otros. Como ministros de la santificación de los fieles hemos sido puestos para interceder constantemente por aquellos que Dios puso a nuestro cuidado pastoral, y de nosotros esperan un ejemplo de santidad.

Que así nos lo conceda la intercesión de la Virgen María, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia; y que a ella se asocie la intercesión de nuestros mártires, beatificados hace un año para rogar a Dios por nuestra Iglesia y manifestar con su inmolación que el centro de todos los carismas está en el amor, en la caridad de Dios manifestada en la entrega de Cristo por nosotros.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

Miércoles Santo

28 de marzo de 2018

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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