Homilías Obispo - Obispo Emérito

HOMILÍA DE LA MISA CRISMAL DEL JUEVES SANTO (Trasladada al Miércoles Santo)

Lecturas bíblicas: Is 61,1-3.6-9; Sal 88, 21-22.25.27; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21

Queridos hermanos sacerdotes;

Queridos hermanos y hermanas:

La santa Misa Crismal del Jueves Santo nos congrega para celebrar el gran sacramento de la fe, la Eucaristía que hace la Iglesia y funda su misterio sacramental como «signo levantado en medio de las naciones» (DH 3014; cf. Is 11,12), para que el por la unidad en el amor de quienes en ella somos congregados, por la acción por el Espíritu Santo, que obra en los sacramentos fuéramos santificados. Dios ha querido que quienes reciben por el bautismo el Espíritu que el Padre derramó sobre Jesús, y le ungió para llevar a cabo su misión de salvación en el mundo, participáramos del sacerdocio de Jesucristo.

La Misa que recibe su nombre de misa Crismal porque en ella se bendicen los óleos de los enfermos y de los catecúmenos, y se consagra el santo Crisma, expresa en su mismo desarrollo ritual el misterio de la unción santificadora y sacerdotal, mediante la cual el Espíritu Santo recrea la humanidad redimida. Sucede esta acción santificadora mediante la configuración de los cristianos con el misterio pascual de Cristo, que acontece por la recepción de los sacramentos.

La suavidad del óleo viene a disponer a los catecúmenos para el bautismo, a fin de que fortalecidos en lo que han comenzado a creer puedan confesar a Cristo y recibir la acción del Espíritu Santo que los consagra haciendo de ellos nueva creatura en Cristo. Del mismo modo, el óleo de los enfermos sana como bálsamo medicinal la humanidad debilitada por el pecado y sus consecuencias, y maltrecha por la enfermedad y el tiempo; y, cuando es necesario, lo dispone para el tránsito a la nueva creación que, de manera incipiente, se deja sentir en la fe adelantando en los sacramentos aquello que esperamos.

Junto con la consagración eucarística, la consagración del santo Crisma transforma la realidad del óleo perfumado con aromas para que sirva de materia a la acción consagratoria del Espíritu Santo, por la cual los bautizados son hechos partícipes del sacerdocio real de Cristo. Asimismo, por la unción con el santo Crisma, mediante el sacramento del Orden los ministros reciben aquella conformación con Cristo requerida para predicar con la autoridad apostólica y santificar a los creyentes, al tiempo que proclaman el anuncio de la salvación a todos, para que vengan a la fe.

Los santos Padres compararon el efecto del crisma al que produce la Eucaristía sobre el pan y el vino, porque por su medio del crisma el Espíritu Santo transforma nuestra condición humana en el bautismo. La crismación bautismal y la confirmación disponen al cristiano, cuando Dios lo llama, para recibir el ministerio sacerdotal. Por medio del sacramento del orden incorpora a la misión de los apóstoles para administrar la gracia de la salvación. Jesucristo sigue prolongando su humanidad redentora entre los hombres a lo largo de los siglos, hasta que vuelva glorioso para consumar la historia y el reino de Dios su Padre por medio del ministerio apostólico de los obispos; y para auxiliar este ministerio quiso darle la ayuda de los presbíteros en el ejercicio del sacerdocio, y la de los diáconos en la predicación de la palabra y el servicio de la caridad.

Queridos sacerdotes, Jesucristo ha querido hacernos partícipes de su ministerio de santificación, asociando nuestra humilde humanidad pecadora a su propia mediación sacerdotal para la salvación de los hermanos. Tan admirable cambio de nuestra condición no se da por mérito nuestro alguno, sino por pura gracia. Sucede hoy como sucedió en el principio, cuando «Jesús subió al monte, llamó a los que él quiso y se fueron con él» (Mc 3,13). San Marcos, que así lo dice en la crónica evangélica, añade la misión que Jesús quería confiarles: «E instituyó doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar demonios» (Mc 3,14-15). Ya había dibujado en una imagen aquello que quería hacer de ellos, al invitar a los hermanos Simón y Andrés, y enseguida a los dos hijos de Zebedeo, todos ellos pescadores del lago de Galilea; y lo hizo con palabras llenas de honda significación y, al tiempo enigmáticas todavía para ellos: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres» (Mc 1,16).

Jesús ha hecho de nosotros, hermanos sacerdotes, pescadores de hombres y no podemos sucumbir a la tentación de distraer nuestro seguimiento en pos de él. Está en juego la santificación del pueblo de Dios y la entera salud de los hombres, hoy como siempre, pero en condiciones que nos son propias, cuando parece haberse oscurecido entre nosotros, deudores como somos de una cultura y de una historia cristiana, la evidencia de la fe y de la gracia de los sacramentos. No sólo hemos de superar la tentación de dejarnos acomodar al mundo, sabiendo que el seguimiento de Cristo exige renuncia real, con en el sacrificio que conlleva, pero el Señor compensa la renuncia con el ciento por uno en este mundo y en la vida eterna, aun cuando en este mundo se sufran a veces persecuciones por causa del Evangelio. Las sufrieron de forma cruel las generaciones sacerdotales que, en el pasado siglo, acompañadas de muchos cristianos admirables, prefirieron el martirio por amor a Cristo, permaneciendo fieles al sacerdocio recibido. Unos y otros hicieron la cuenta del beneficio mayor, alegando contra la tentación del abandono las palabras de san Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69).

Nos ronda, como siempre, a todos los discípulos de Jesús la mundanidad del mundo, que se nos cuela en la Iglesia y en la vida sacerdotal con facilidad. Por algo el papa Francisco invita también a superar esa sutil forma de mundanidad que es la «mundanidad espiritual». Este tipo de mundanidad se camufla incluso de fervor y de unción, pero es cesión a la vanidad y a la apariencia de santidad. Algunos cifran así el testimonio en lo meramente externo un testimonio de vida cristiana siempre aparente marcado por la hipocresía; porque no es testimonio real, sino apariencia engañosa de quien está dispuesto a tolerarse a sí mismos lo que hace mal y lo que es pecado, pero no se ve y no escandaliza. Un ministro del Evangelio no puede caer en esta dicotomía que divide la existencia entre la condición sacerdotal del quien celebra los misterios de la fe y la condición mundana de quien se amolda a lo que hoy pide el mundo, salvándose de esta forma de cualquier descalificación por parte del mundo. Quien así se comporta lleva de hecho una conduce a una doble vida.

El ministro del Evangelio y de los sacramentos tiene que poner en práctica la exhortación que recibió al ordenarse: «Date cuenta de lo que haces e imita lo que conmemoras, de tal manera que, al celebrar el misterio de la muerte y resurrección del Señor, te esfuerces por hacer morir en ti el mal y procures caminar en una vida nueva»[1].

Quien lleva esta doble vida sucumbe al mundo dejándose colonizar la mente y el corazón por las concupiscencias que imperan en el mundo. Lo que se pide al presbítero es que sea capaz de los «esfuerzos posibles para reservar el primado absoluto a la vida espiritual, al estar siempre con Cristo, y vivir con generosidad la caridad pastoral intensificando la comunión con todos y, en primer lugar, con los otros presbíteros»[2].

Todos los presbíteros han hacer cuanto les sea posible por alentar y vivir la comunión presbiteral que se fundamenta sobre el ejercicio colegial del ministerio sacerdotal. Marginarse es romper la comunión y poner en riesgo el ministerio que se les ha confiado; es optar por la autoreferencialidad de la que habla el papa Francisco, poniéndose al margen de la obediencia debida y colocándose sobre el mismo colegio de los presbíteros y la autoridad apostólica del Obispo. Vosotros, queridos hermanos sacerdotes, no guardaos de romper la comunión y, como dice el autor de la carta a los Hebreos, guardaos de abandonar las asambleas.

Vosotros sois vínculo de comunión entre los miembros del pueblo de Dios y, unidos al Obispo, principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia diocesana[3], vosotros extendéis el servicio de la comunión a toda la asamblea de los fieles, evitando la ruptura y la desunión entre ellos. ¿Cómo puede cumplir este ministerio de comunión quien se aparta del presbiterio y se coloca por encima de los demás hermanos del colegio? No deis oído a quienes desacreditan a los sacerdotes, dando curso a la crítica que destruye la comunión, descalificando así el ministerio pastoral sin reparos. Muy, por el contrario, seguid la exhortación del Apóstol, que invita a no obrar por rivalidad ni ostentación «considerando a los demás superiores a vosotros mismos» (Fpl 2,3). No deis crédito a rumores infundados, porque quienes así se comportan se revisten de una apariencia de santidad y falso celo pastoral que es verdadera mundanidad espiritual, que esconde a veces aspiraciones inconfesables. No debemos olvidar nunca las palabras del Señor que nos transmite san Marcos: «No hay nada escondido que no sea descubierto; ni hay nada oculto que no llegue a saberse» (4,22).

Del mismo modo que el Obispo «ha de revelar la autoridad de la palabra y los gestos de Cristo», así también los presbíteros y los diáconos; porque si al Obispo le faltara «la ascendencia de la santidad de vida, es decir, el testimonio de fe, esperanza y caridad, el Pueblo de Dios acogería difícilmente su gobierno como manifestación de la presencia activa de Cristo en su Iglesia»[4] (PG, n.43).

Lo mismo se ha de decir de vosotros, queridos sacerdotes, y de los diáconos. Dentro de las limitaciones humanas, debéis ser un ejemplo a seguir por los fieles cristianos, por vuestra aspiración humilde a la santidad. Lejos de vosotros ser delatores del yerro de los hermanos, dando curso a las sospechas fundadas en rumores que se convierten en calumnia. Lejos de vosotros la difusión interesada de los defectos y errores de los demás. El pueblo fiel no puede seguir a quienes siembran la división rompiendo la comunión eclesial, víctimas de una especie de «supremacismo espiritual» que los lleva a colocarse por encima de los demás. Todos participamos del mismo Espíritu en la diferencia de dones y carismas, y hemos de tener presente que la diferencia no rompe la «comunión orgánica de la Iglesia», sin la cual se pierde su propio ser y se malogra su misión: la salvación de los hombres en Cristo.

Queridos presbíteros, renovando hoy vuestro compromiso sacerdotal fortalecéis la unidad del pueblo sacerdotal, a cuyo servicio estamos todos los ministros del Evangelio. Esforzaos por hacer de vosotros un sacramento vivo de la santidad de la Iglesia, cuya figura acabada nos la ofrece santa María Virgen, la Madre del Redentor, a cuya protección y auxilio todos nos confiamos.

 

S.A.I. Catedral de la Encarnación

17 de abril de 2019

 

+ Adolfo González Montes

O b i s p o  d e  A l m e r í a

 

[1] Pontifical Romano: Alocución en la ordenación de un presbítero.

[2] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros (Ciudad del Vaticano 22013), n. 48.

[3] Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, n. 23.

[4] San Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Pastores gregis (16 octubre 2003), n. 44.

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