CRÓNICA DE UNA PEREGRINACIÓN
Carta del Obispo a los sacerdotes y diocesanos con motivo de la Clausura del Año sacerdotal
Queridos sacerdotes y diáconos; Queridos diocesanos:
Monseñor González Montes celebrando la Eucaristía en la iglesia de Montserrat en Roma Monseñor González Montes celebrando la Eucaristía en la iglesia de Montserrat en Roma
Regresamos de la peregrinación a Roma que emprendimos para celebrar con el Santo Padre Benedicto XVI la santa Misa de clausura del Año sacerdotal, que concluía en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Hemos vivido unos días de comunión eclesial en centro de la comunión «ad Limina Apostolorum», junto a los trofeos de los Apóstoles Pedro y Pablo. Han sido días de acción de gracias a Dios por el gran don del sacerdocio con el cual quiso proveer a su Iglesia.
Hemos experimentado y afianzado la fe en que, tal como decía el santo Cura de Ars, el sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús entregado a la Iglesia en la persona de los sacerdotes. Quienes hemos recibido este don sabemos que es don de gracia para la comunidad eclesial, pero estamos dichosos de haber sido agraciados nosotros mismos con el ejercicio del sacerdocio de Cristo sin que nosotros lo hubiéramos merecido. Estamos dichosos, porque los dones no se merecen, se reciben con humildad y agradecimiento, y el sacerdocio se nos ha dado para que, por su ejercicio «en la persona Cristo», cabeza del cuerpo de la Iglesia» (in persona Christi capitis), todo el pueblo de la nueva Alianza venga a ser un pueblo sacerdotal.
Las breves anotaciones que siguen son para haceros partícipes de la experiencia que hemos vivido en Roma algunos sacerdotes diocesanos y los diáconos que serán ordenados presbíteros. Me gustaría haceros a todos partícipes de que estos días vividos junto al Papa, después del año sacerdotal que ahora acaba, han afianzado en nosotros la experiencia de amor a Jesucristo que lleva consigo actuar en su lugar para la salvación de los hombres nuestros hermanos y hermanas, a los cuales el bautismo ha incorporado a Cristo para siempre. Dejadme, pues, daros cuenta y razón de lo vivido en Roma.
Caía la tarde romana sobre la plaza de San Pedro y la vigilia que abría la solemnidad del Corazón de Cristo concentraba a miles de sacerdotes (inscritos más de 15.000 procedentes de 97 países) y diáconos, acompañados en muchos casos por sus obispos (más de 500). Los sacerdotes habían vivido las intensas jornadas del 9 y 10 de junio, entregados a la reflexión y meditación de su propio misterio: ser portadores de Cristo al mundo. El Papa los había convocado para vivir junto a él la clausura del Año sacerdotal promulgado por él con motivo del 150 aniversario de la muerte del santo Cura de Ars. Un repostero con la efigie del patrono de los párrocos del mundo entero, encargada por el P. Toccanier, el sacerdote que le ayudaba en los últimos años de su ministerio en Ars, ondeaba suavemente en el balcón central de la logia de la Basílica vaticana, desde la que el Papa bendice en las grandes solemnidades y a la que por primera vez se asoman como papas los Pontífices de Roma tras su elección por los cardenales del cónclave.
Desde la basílica de San Pablo Extramuros, conectada con San Juan de Letrán, hablaron los cardenales designados por el Papa para la ocasión, que hablaron pronunciaron sus conferencias a modo de meditación desde el presbiterio de San Pablo Extramuros y audición por conexión en San Juan de Letrán. El día 9, con el lema «Conversión y misión» tomó la palabra el Cardenal Joachim Meissner, arzobispo de Colonia, que no dejó de reflexionar sobre “la pérdida del sacramento de la Reconciliación”, que calificó de raíz de muchos males en la vida de la Iglesia y del sacerdote.
El día 10, con el lema para reflexión «Cenáculo: invocación al Espíritu Santo con María, en comunión fraterna», la conferencia estuvo a cargo del Cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Québec, que se entregó a un descripción de la existencia sacerdotal en la amistad de Cristo, captando fácilmente la atención de todos. A las meditaciones siguió cada día la concelebración de la Santa Misa, presidida por el Cardenal Tarcisio Bertone, Secretario de Estado, en San Pablo Extramuros; y por el Arzobispo Robert Sarah, Secretario de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, en San Juan de Letrán, donde nos hallábamos los obispos, sacerdotes y diáconos de lengua francesa, portuguesa y española.
El Papa se disponía a clausurar el Año Sacerdotal, acudiendo a la vigilia de oración al atardecer del día 10. Benedicto XVI llegaba a la Plaza de San Pedro una vez concluida la secuencia de testimonios, entre los que no faltaron ni la conexión video-televisiva con el nuevo párroco de Ars, el Obispo auxiliar del Patriarcado Latino de Jerusalén y un sacerdote de la archidiócesis de Buenos Aires, apostólicamente activo en una de las “villas” del cinturón de población de aluvión hacinada y pobre del Gran Buenos Aires.
Otros testimonios corrieron a cargo de una familia alemana, un diácono, dos sacerdotes y una religiosa contemplativa. La familia cuenta entre sus miembros un sacerdote, un religioso y una virgen consagrada, además de hijos casados. El diácono de la diócesis romana hablaba justo cuando se disponía a recibir la ordenación presbiteral, tras un largo camino de abandono del mundo, profesión, viajes y programa de vida prometedor y lleno de atractivo. Un sacerdote, del presbiterio del Patriarcado de Venecia, habló de los cincuenta años de ministerio sacerdotal que cumplía; y el otro, pastoralmente activo en Hollywood, contó su experiencia. Finalmente, la religiosa de clausura, de las Adoratrices perpetuas del Santísimo Sacramento, habló de su experiencia de plegaria continua por los sacerdotes.
La entrada del Santo Padre en la Plaza de San Pedro provocó un estallido de alegría y entusiasmo entre los miles de sacerdotes, que lo recibían entusiasmados mientras el papamóvil recorría los pasillos de la gran plaza y al tiempo que sonaba el canto polifónico del «Tu es Petrus». Llegado al altar, Benedicto XVI no pudo contener las lágrimas de emoción al contemplar delante de él aquel lleno sacerdotal de la plaza, ampliado por la presencia de tantas religiosas y fieles, justo cuando el Prefecto de la Congregación para el Clero, Cardenal Claudio Humes, tomaba la palabra para dirigirle unas palabras de saludo. El Cardenal brasileño dijo entre otras cosas:
“Nos gustaría, Santo Padre, que el Año Sacerdotal no terminara nunca, que nunca dejemos de tender a la santidad y que en este camino, que debe comenzar desde los años del Seminario y durar toda la vida, siendo un proceso único de formación, seamos siempre sostenidos y consolados, como en este año, por la oración constante de la Iglesia, por el calor y el apoyo espiritual de todos los fieles”.
La lectura de un retazo de la oración sacerdotal del evangelio de san Juan daba paso a las preguntas que le planteaban cinco sacerdotes procedentes de los cinco continentes. El Papa, conocedor por anticipado de aquellas preguntas, había preparado unas respuestas, pero el momento le sugirió la espontaneidad en el diálogo y todos quedamos fascinados por la agilidad mental del Papa, la claridad de su magisterio y la información que tiene sobre la vida sacerdotal en las condiciones de la hora actual, cuando hecho dolorosos han venido a perturbar la vocación sacerdotal, pero también a realzar la belleza de su verdadera identidad como don de Cristo a la Iglesia.
La nueva secuencia de la vigilia se cerraba con el canto gregoriano del Pater noster, para dar paso a la exposición eucarística y adoración del Santísimo Sacramento. Era el momento cumbre de la vigilia, los más de doscientos miembros de procedentes de los 34 coros y corales polifónicas que intervenían en el «Coro Interuniversitario de Roma», con la intervención conjunta de los profesores de la Orquesta Sinfónica de la Provincia de Bari y de la Orquesta del Conservatorio Estatal de Música “Nicolò Piccini” de Bari, crearon un ambiente de extraordinaria belleza. La Eucaristía llegaba entraba en la Columnata de San Pedro saliendo por el Portón de Bronce bajo palio, que portaban doce jóvenes, al tiempo que las trompetas anunciaban con música para la entronización real que el “Rey de Reyes” estaba allí, que el Hijo de Dios se hacía presente en medio del sucesor de Pedro y los sucesores de los Apóstoles, para estar con ellos y con los sacerdotes sus inmediatos colaboradores y amigos; y para confirmar la fe de los ministros del sacerdocio nuevo y eterno del Hijo de de Dios e Hijo de María; para alentar su misión, ahuyentando los miedos y temores que los pueden amenazar: “¡Ánimo! Soy yo; no temáis” (Mt 14,24).
Fue un momento de singular belleza y gozo espiritual. La Hostia Santa llegaba en la custodia que portaba un diácono para colocarla sobre el altar ante el que ya estaba postrado el Papa, revestido de la capa pluvial que, una vez el Papa hubo incensado el Santísimo Sacramento, cubría el reclinatorio en una estampa de dignidad y estética litúrgica que agrandaba los sentimientos de adoración y disfrute de la amistad con que Cristo ha querido unir a sí a sus ministros. Una escena de fe que hablaba por sí misma y replicaba con su verdad religiosa la razón de ser del sacerdocio: llevar al mundo a Cristo y contribuir a colaborar con el mismo Cristo a que el mundo se salve por medio de Él. Una escena a la que daba deslumbrante realce la iluminación del altar en la noche ya bien entrada sobre la Basílica vaticana de san Pedro, cuando el Papa alzaba la custodia para bendecir a los ministros del Señor.
El día 11 amaneció con el gozo de la gran solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. La mañana era calurosa y el sol deslumbraba hiriendo la visión tan sólo matizada por el imponente espectáculo del lleno de la plaza que abrazaba la columnata de san Pedro, porque los miles de sacerdotes no estaban solos, los acompañaba la oración y la comunión eclesial de los fieles que ellos presiden en sus parroquias y comunidades, entre ellos muchos jóvenes cercanos en edad a los muchachos que ellos llevan a los encuentros con el Papa en cada Jornada Mundial de la Juventud. Entrar en el recinto fue, ciertamente, difícil ante la avalancha sacerdotal de concelebrantes y algunos los obispos habíamos decidido entrar por la Puerta del Perugino y alcanzar de este modo fácilmente el ábside de la Basílica para pasar al interior. Ya en sobre “il sagrato” de la plaza, el tiempo de espera parecía cocernos a los concelebrantes enfundados en los ornamentos litúrgicos y las mitras servían de improvisada sombrilla, pues tan precioso útil sólo protegía la cabeza, con o sin mitra, de algunos ancianos cardenales.
Llegó el Santo Padre y comenzó la misa poniéndose fin a las Laudes Regiae con las que nos disponíamos a la acción sagrada. El asperges evocaba el agua que, manando del costado abierto del Redentor crucificado, purifica a la Iglesia y al mundo. Cuatro cardenales acompañaron al Santo Padre para rocíar simbólicamente a todos los presentes. El canto de la misa De Angelis hacía más participativa la plegaria. Proclamadas las lecturas, era el momento la homilía, que todos esperábamos. El Papa quería hablar a los sacerdotes reunidos con el sucesor de Pedro y los muchos obispos presentes, sucesores de los apóstoles, de la vocación al ministerio y de la santidad de su ejercicio, y les decía:
“El sacerdote no es simplemente alguien que realiza un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo las palabras de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida”.
Tocaba el Papa el núcleo de la identidad sacerdotal: actuar en nombre y en la persona de Cristo. Por eso declaraba la intención de esta convocatoria sacerdotal: fortalecer la fe en el propio ministerio como obra de Cristo, superar las vacilaciones de los sacerdotes en ocasiones, cercados por una atmósfera ambiente que parece haberse cerrado del todo a la experiencia de Dios y no quiere sentir la caricia divina de su misericordia. Y sobre todo, agradecer a Cristo el don del sacerdocio, designio del Padre y acción del Espíritu Santo que vocaciona y sostiene, consuela y fortalece a los ministros de Jesús.
«La audacia de Dios» es el título de su homilía, para poner de relieve, ya de entrada, que sólo Dios, por su infinito amor por nosotros, ha querido abandonarse a nuestra debilidad y obrar por medio de ella, porque no somos nosotros sino Él quien sustenta el ejercicio del sacerdocio de la Alianza nueva. Una vocación para un cometido como el sacerdocio sólo puede venir de Dios y a Dios hay que pedirla. Benedicto XVI reafirmaba un pensamiento tantas veces expresado por Juan Pablo II: que el sacerdocio hay que suplicárselo a Dios, que es misericordioso y está movido por amor entrañable por la humanidad que él ha creado y salvado en su Hijo. Pedir sacerdotes a Dios lleva consigo al mismo tiempo llamar a los jóvenes a su ejercicio, secundando la vocación sacerdotal. Una llamada que adquiere su capacidad de atracción si se cae en la cuenta de que, en verdad, el hecho de que él se confíe a nuestra debilidad; que él nos guíe y nos ayude día tras día, sólo puede ser causa de alegría. Sí, los sacerdotes son ministros de la alegría de quien se sabe amado pro Dios y así ha de comunicarlo a los demás. ¡Qué hermosas son las palabras del Papa dirigidas a los sacerdotes, que han de comunicar este mensaje a los jóvenes!:
“El sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo las palabras de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transubstanciación, palabras que lo hacen presente a él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a él. Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar; esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido considerar y comprender de nuevo.
Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que él se confíe a nuestra debilidad; que él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así, enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que él se confíe a nuestra debilidad; que él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así, enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto con la Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta vocación. Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al mismo tiempo, una llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren capaces de eso mismo para lo que Dios los cree capaces.”
Estas palabras del Papa rompían el cerco a la vocación sacerdotal en una cultura del agnosticismo laicista, a la que se refería con palabras llenas al mismo tiempo de un “humor espiritual” propio de quien sabe que la Iglesia se levanta sobre la roca firme de Cristo, piedra angular, y que nada podrá asfixiar la libertad de espíritu que acompaña la predicación. Por eso añadía: “Era de esperar que al «enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo.” Era normal que el Papa se refiriera a los dolorosos hechos que han salido a luz pública, pero lo hizo sin detenerse en ello, como si no tuviera más que decir en la homilía. Los medios de comunicación que sólo han vuelto a rememorar las contundentes palabras de condena de conductas indignas del ministerio sacerdotal, no deberían haber soslayado el contenido objetivo de la homilía en toda su extensión y belleza. El Papa estaba interesado en hacer caer en la cuenta que aquello que realiza el sacerdote en el ejercicio de su ministerio ningún otro ser humano lo puede hacer:
Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar; esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido considerar y comprender de nuevo.”
El Papa volvía sobre la solemnidad del Sagrado Corazón, para evocar la mística experiencia que nutre el amor a Cristo de los sacerdotes como respuesta al amor de Cristo que los ha elegido y los ha convertido en pastores de los hombres, que han de ayudar a los demás a transitar por “cañadas oscuras” de la tentación y, en definitiva de la muerte sabiendo que Dios siempre está allí con el que camina por estas sendas inseguras y sólo transitables por la fe “en la amistad de Dios”. La glosa del ministerio pastoral no hurtó la necesidad de usar el bastón para mantener la disciplina que exige la comunión eclesial frente los que la quiebran o la perturban proponiendo orientaciones que desorientan a la comunidad eclesial. Los textos de la liturgia del día le daban ocasión para esta glosa que entre otras cosas incluía lo siguiente:
“Hoy vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal. Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente.”
La homilía, cuya lectura meditada a todos recomiendo, es un texto sin desperdicio, salido del corazón y de la lucidez teológica del maestro de la fe que el Señor ha querido poner al frente de su Iglesia en el lugar de Pedro. La exégesis del evangelio de san Juan que narra la muerte de Jesús, cuyo corazón fue traspasado por la lanza del soldado, siguió a las observaciones pastorales sobre el ministerio del sacerdote deteniéndose en la experiencia mística y sacramental del amor de Cristo revelado en la transfixión del Crucificado:
“El corazón de Jesús es traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la sangre que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la Iglesia: el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan ciertamente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que brota un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.”
Para concluir su homilía el Papa transforma la exégesis en plegaria y suplica de Cristo la gracia de hacer de los sacerdotes y de todos los cristianos fuente de vida espiritual para el mundo:
“Cada cristiano y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón; porque en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también nosotros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los hombres de este tiempo que están sedientos y buscando. Amén.
A la homilía siguió la renovación de las promesas sacerdotales de la Misa crismal del Jueves Santo, por parte de los presbíteros ante el Papa y los Obispos. Concluida la declaración de fidelidad sacerdotal, nos adentrábamos ya en la liturgia eucarística. Benedicto XVI utilizaba el cáliz que perteneció al santo cura de Ars, san Juan María Vianney, que desde el repostero del balcón de la logia vaticana nos miraba no sin hacernos pensar sobre sus propios pensamientos. Extrañado de esta afluencia sacerdotal, el santo cura nos estaba diciendo: ¿No veis que sí, que sacerdocio es el mismo amor del Corazón del Redentor? Declarado patrón de los párrocos por Pío XI en 1928, san Juan María Vianney parecía complacido ante aquella expresión de la catolicidad colegial del ministerio sacerdotal, al cual él había entregado de lleno su vida recibiendo a cambio amor sobre amor por tan generosa entrega a Cristo, dando cabida a sus feligreses en su corazón sacerdotal y de director de conciencias.
Terminada la misa, el Papa quiso renovar la consagración de los sacerdotes a la Virgen María y leyó la fórmula de la que peregrinación a Fátima. Esta conclusión de la Misa con una mirada a Santa María, para confiarle la existencia de sus hijos sacerdotes, recordaba a todos que en la gran asamblea eucarística había estado presente “in medio Ecclesiae”, como figura y recapitulación de la existencia cristiana la Madre de Jesús. Ella acoge a sus hijos sacerdotes entregados a su maternal cuidado por el Hijo amado antes de morir en la cruz, y con su ayuda e intercesión constantes, el triunfo sobre toda tentación y coartada que pueda ahogar la fe y la vocación de los ministros de Jesús es realidad cierta y esperanza firme.
La fuerza del sol se hacía notar en nuestros cuerpos envueltos en las vestiduras sagradas. El Papa se despedía de los obispos saludando desde esa nueva silla gestatoria que es el papamóvil. Nos esperaba una tarde de cierto relax y descanso visitando algunas de las iglesias que hacen de Roma permanente atracción de peregrinos. Algunos obispos se apresuraban ya a tomar sus vuelos y los sacerdotes organizaban su retorno a casa. El Año sacerdotal era ya historia de la Iglesia de nuestros días, pero sus efectos comenzaban a sentirse con más fuerza. Ha sido una bendición de Dios que nos ha hecho sentir la fuerza del amor de Cristo presente en sus ministros como medio querido por el Padre para prolongar en el tiempo los frutos de la redención.
Con todo afecto y mi bendición.
Almería, a 18 de junio de 2010
En la octava del Sagrado Corazón.
+ Adolfo, Obispo de Almería