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Cena del Señor. Jueves Santo

Homilía en la Misa «En la Cena del Señor»

Lecturas: Ex 12,1-8.11-14
                Sal 115, 12-13.15-18
                 1 Cor 11,23-26
                  Jn 13,1-15

Queridos sacerdotes, seminaristas, religiosas y fieles laicos:

Celebramos esta misa del Jueves Santo «en la Cena del Señor» para conmemorar la institución de la Eucaristía y del sacerdocio, y para acoger en nosotros el mandamiento del amor a los hermanos, con obediente agradecimiento Cristo que nos amó hasta la muerte.

La Eucaristía es el gran don de la presencia de Cristo en su Iglesia: en él se contiene el misterio pascual que se actualiza en el altar para nuestra salvación. La Eucaristía es el sacramento de la nueva y eterna Alianza en la sangre del Señor. En este admirable sacramento se nos ofrece la salvación que fue prefigurada en la sangre de la antigua Alianza, sellada en el pacto entre Dios y el pueblo elegido: el pacto en el que Dios entrego la ley a su pueblo por medio de Moisés y de Aarón. En la ley Dios concretaba su compromiso en favor del pueblo elegido, que había de dar vida a los israelitas nuestros padres, si bien, aquella ley no podía ser llevada a su cumplimiento a causa del pecado; por eso Dios, en su designio universal de salvación, decidió que fuera su propio Hijo el que la llevara a cumplimiento. Sólo Cristo, en verdad, ha llevado la ley a su verdadera y definitiva plenitud, haciendo suya por entero la voluntad de Dios Padre de salvar al mundo por medio de su pasión y cruz, expresión suprema del amor, para dar así al mundo el mayor testimonio de su misericordia para con la humanidad pecadora.

El sacrificio eucarístico hace presente en la Iglesia, para la salvación de los fieles vivos y difuntos, la muerte y resurrección de Cristo, obra divina de nuestra redención, que la Iglesia proclama cada vez que celebra la santa Misa, memorial del Señor, meta y culmen de la proclamación del Evangelio y fuente de toda la vida cristina.

El Señor, que instituyó la Eucaristía en la última Cena, anticipó en ella su entrega por nosotros a la muerte. Sólo con la resurrección comprenderían sus discípulos todo el alcance de aquel gesto desconcertante. La pedagogía divina había llevado al pueblo elegido al descubrimiento progresivo del misterio eucarístico mediante signos que jalonan la historia de nuestra salvación. El Catecismo de la Iglesia Católica recoge la historia de las prefiguraciones bíblicas de la oblación sacrificial de la Eucaristía en la ofrenda de Melquisedec, rey y sacerdote del Altísimo, que ofreció pan y del vino a Abrahán (Gn 14,18); en la ofrenda de las primicias de las cosechas y frutos de la Alianza antigua; y en los panes ácimos de la Pascua judía. Estos panes sin fermentar fueron al salir de Egipto alimento para viadores, en actitud de marcha hacia la tierra prometida bajo la guía liberadora de Moisés.

La sucesión de prefiguraciones bíblicas tiene, sobre todo, un referente singular en el maná, con el que Dios alimentó a su pueblo durante la travesía del desierto. El maná adelantaba el significado divino que tendría el alimento de vida eterna con que Dios iba a alimentar a los creyentes en Cristo: el cuerpo y la sangre de Jesús, que el Padre les daría. Por eso dice Jesús a los judíos: “No fue Moisés el que os dió el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo (…) Yo soy el pan de vida” (Jn 6,32-35).

El vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, al convertirse por la acción sagrada en bebida eucarística, viene a expresar sacramentalmente el carácter de sacrificio que tiene la Eucaristía, suscitando en la mente de los fieles la percepción del misterio eucarístico. El derramamiento de la sangre de Jesús en su pasión y muerte se hace presente en el altar. Por su cuerpo entregado a la pasión y por su sangre derramada, se hacen realidad en el sacramento del Altar los efectos de aquella inmolación, acontecida de una vez para siempre (Hb 7,27), que producen la regeneración del cristiano.

La Eucaristía es, pues, el gran sacramento del amor de Dios, que Jesús anticipaba en sus comidas con los pecadores y la multitud que le seguía, signo de su misión de perdón y misericordia divina. Este amor y esta misericordia se hizo manifiesta en la inmolación de Cristo por nosotros como Víctima de propiciación por nuestros pecados. Al ofrecerse por la salvación del mundo, Jesús inauguró en sí mismo el sacerdocio del Nuevo testamento, en el cual él mismo al tiempo que víctima inmolada oficia el culto nuevo como sumo sacerdote sumo de una Alianza nueva y mejor que la antigua (Hb 8,1.6). Es el único y definitivo sacerdote, Mediador entre Dios y los hombres.

En el sacramento de la Eucaristía nos es dado participar por el don del ministerio sacerdotal, que Cristo instituyó en la misma noche de la última Cena, al entregar su cuerpo y sangre a los discípulos diciendo: “Haced esto en memoria mía” (1 Cor 11,24). Por voluntad de Cristo, los sacerdotes son los ministros del Cuerpo y Sangre del Señor, para que el alimento de vida eterna no falte a los fieles. No se trata de una norma eclesiástica que reserve confeccionar la Eucaristía a los sacerdotes, sino del mandamiento del Señor, que instituyó el sacerdocio para aquellos que él ha elegido actúen no sólo en su nombre, sino también en su propia persona como cabeza de su cuerpo místico que es la Iglesia.

¡Cómo hemos de agradecer a Cristo el don admirable del sacerdocio! Hombres como los demás, los sacerdotes se entregan a Cristo para que él haga de ellos sacramento de su presencia en la Iglesia. Los sacerdotes del Nuevo Testamento han sido llamados por Cristo para que, hechos a semejanza de su corazón, sean testigos autorizados de su palabra y presidan la celebración de la Eucaristía en la persona del Señor. De modo que en el sacerdote celebrante es Cristo mismo quien celebra y entrega su Cuerpo y Sangre a los fieles.

El don del sacerdocio es inseparable del don de la Eucaristía, y más allá de las limitaciones y defectos de los sacerdotes como seres humanos, Cristo actúa por medio de ellos, habla y rige la comunidad eclesial. Por esta razón, recordaba el Papa en su exhortación sobre la Eucaristía del pasado año, que los mismos sacerdotes han de ser “conscientes de que nunca han de ponerse ellos mismos o sus opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo” (Benedicto XVI, Exh. apos. postsin. Sacramentum Caritatis, n. 23).

Necesitamos de los sacerdotes para queejerzan en la Iglesia el ministerio pastoral que Cristo les ha confiado. La ausencia de suficientes vocaciones sólo puede ser vencida mediante la oración de toda la comunidad cristiana. Por eso, aunque en algunos lugares sintamos la escasez de vocaciones, hemos de suplicarle al Señor este don, pues “nunca debe faltar la confianza en que Cristo sigue suscitando hombres que, dejando cualquier otra ocupación, se dediquen totalmente a la celebración de los sagrados misterios, a la predicación del Evangelio y al ministerio pastoral” (SCa, n.26).

Finalmente, con los dones admirables de la Eucaristía y del ministerio sacerdotal, el Señor quiso entregarnos en la última Cena el mandamiento nuevo del amor. En él nos entregó el testamento de su propio ejemplo, al recordarnos la regla de oro del amor cristiano transmitida en sus palabras: “Pues si yo, el maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo, para que lo que he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13,14-15).

El amor fraterno es, en efecto, la regla de oro del cristiano. El amor del que Cristo habla traspasa las barreras de los adversarios y enemigos, porque es un amor que reconoce en el prójimo la presencia de Dios, que hizo al hombre a su imagen y semejanza. La civilización del amor sólo puede ser realidad si la humanidad acoge estas palabras de Jesús y las hace regla de vida. El amor cristiano supera el odio y las limitaciones que el odio impone a las relaciones entre los hombres, dividiendo etnias y culturas, religiones y lenguas. En una sociedad tendente a dividir y acantonar los intereses, se hace preciso un testimonio decidido del amor de Dios que no es excluyente ni margina, ni condiciona.

El cristiano ha de tener un corazón abierto a las necesidades del prójimo, a las necesidades de los más necesitados y de cuantos sufren. En el amor del cristiano se expresa la diaconía de Cristo y de su Iglesia: no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos. Por eso el ministerio de los diáconos, como servidores de la comunidad cristiana, es el ministerio que ha de alentar la caridad en la Iglesia y el permanente servicio de amor de unos por otros. Los diáconos son viva expresión así de la caridad de Dios por nosotros, de su amor. Ofrecido al mundo, este amor ha de alcanzar incluso a sus enemigos, para bendecir y ayudar a cuantos de él necesitan sin reparar en sus ideas y creencias ni en su cultura, religión o cualquier otra condición. El amor de Dios por nosotros nos ha llevado a descubrir que en Cristo todos hemos sido hermanados y acogidos bajo la misma paternidad de Dios Padre.

Que la gracia de Dios no ayude a seguir el camino de imitación del nuestro Señor Jesucristo, que por amor nuestro se entregó en manos de sus enemigos y fue a la muerte para darnos vida.

Catedral de la Encarnación
Almería, a 20, de marzo de 2008
Jueves Santo

+ A dolfo González Montes
Obispo de Almería

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